30

Hogar

–Mierda –cuando el muchacho apartó la vista del agua, vio a Kai con un dedo metido en la boca y una gota de sangre deslizándosele por la barbilla desde el labio inferior.

Fue a humedecerse el pulgar como reflejo del gesto que había visto hacer a su madre en numerosas ocasiones, pero en cambio se le acercó, le retiró la mano y le lamió la sangre en dirección contraria a la que había seguido la gota en su descenso. Volvió a girarse mientras la saboreaba para dejar descansar de nuevo la mirada en el agua. Kai sacudió la cabeza para deshacerse de la estupefacción con una sonrisa y retomó su tarea.

En una profundidad del bosque en la que no les era permitido adentrarse corría un río que se curvaba y dividía caprichosamente a lo largo del extenso tramo que se habían atrevido a explorar. El terreno se elevaba de forma desigual y escabrosa, cubierto de hierba y musgo. Sin embargo, en la orilla de una amplia curva rodeada de árboles habían descubierto un pequeño claro que el agua salpicaba rítmicamente y que la luz del sol cubría de un verde vibrante.

Una leve niebla le confería a cada forma un halo fantasmagórico la mañana en la que lo habían encontrado. Habían desembocado entre los rayos de un sol despejado que habían hecho a Kai sentirse transportado, atrapado en un instante en el tiempo mientras las gotas de agua suspendidas en el aire lanzaban minúsculos destellos.

–¿Puedes?

–No es tan fácil –replicó dando la última puntada.

–Podrías haberlos desabrochado.

–Ya. Supongo que a veces me cuesta contenerme –dejó a un lado la camisa con los botones recién cosidos y guardó la aguja para evitar cualquier accidente.

Paseó la mirada entre los movimientos de arena y ramas del fondo del río a través de la perfecta transparencia del agua y siguió el avance de un banco de diminutos peces que se deslizaban entrecruzándose como si realizasen una estudiada coreografía. Desvió la vista hasta su compañero, sentado a su lado con la mirada fija en los vaivenes del agua. Le pareció, como en otras ocasiones, una estatua, con su piel perfecta y fría, que le imponía un respeto reverencial. Y le resultó contradictorio casi no atreverse a tocarlo cuando apenas una hora antes habían hecho el amor en un arrebato de pasión en el que Kai le había hecho saltar los botones de la camisa de un tirón.

29

Fuego

-¿Carencia afectiva? –preguntó Víctor con una media sonrisa.

-Así lo llamaban mis padres. ¿Te parece gracioso? –a Cian aún le costaba diferenciar lo humorístico de la burla.

-No, no; es muy… eufemístico.

-Esto me recuerda a algo que en realidad es gracioso.

-Tu memoria va funcionando muy bien, ¿no? –una vez pronunciado, el comentario sonó más acusador de lo que pretendía, pero Cian respondió sin dar muestra de ofensa alguna.

-Quizá solo estaba congelada, como todo lo demás.

-¿Qué hay de tu nombre? –inquirió con curiosidad, pero él se limitó a encogerse de hombros-. Bueno, cuéntame.

-Interrúmpeme cuando te aburra –le sonrió y Víctor asintió con la cabeza al tiempo que le indicaba con un gesto que comenzase.

Aquella tarde Kai había llegado corriendo a casa, había recorrido el pasillo a zancadas, había saltado al jardín y continuado desoyendo los gritos de su madre. Aminoró el paso conforme se acercaba a la cabaña para poder tomar un poco de aire, y cuando la alcanzó le dio la impresión de que estaba vacía. Con más pesar del que se atrevía a reconocer, se asomó de todos modos.

-¿Ne?

-Llegas muy tarde –la voz lo asaltó por la espalda.

-Disculpa –se apartó para dejarlo pasar, cargado de ramas.

-¿Has venido corriendo?

-No habría llegado nunca andando –Kai se dejó caer junto a la chimenea, agotado; y tras dejar los troncos, el muchacho tomó asiento a su lado.

-Ayer dijiste que hoy necesitabas hablar conmigo de algo importante.

-Sí –vaciló- Es… bueno, en realidad sé que no te vas a ofender, pero… Tu… carencia afectiva, como tú la llamas, ¿a qué se debe?

-Yo no lo llamaría así, pero es así cómo lo llaman mis padres. Es vacío. Nací así.

-Hay… he oído teorías acerca de ello. A la gente le encanta hablar de lo que no sabe –hizo una pausa porque desconocía si quería que se las contase e interpretó su silencio y atención como curiosidad-. Al parecer hay quien piensa que alguien te robó lo que quiera que sea que te falta. Hay varias versiones, de hecho. Pero la mejor teoría es en la que alguien, quizá tus padres o quizá tú mismo, en algún momento decidió guardar tu corazón. En una caja. Que ahora está perdida –no pudo evitar una risita nasal.

-¿Una caja cerrada con una llave o una contraseña?

-¿Importa mucho?

-¿No te sería más gracioso perder la llave u olvidar la contraseña pero mantener la caja? –el tono neutro y frío con el que razonó tal idea le produjo un acceso de risa a Kai.

-Perdóname.

-¿Por qué? Es ironía básica. ¿No es inherentemente graciosa?

28

Fuego

Cian llevó las manos a su rostro, mientras se besaban, y lo recorrió con las yemas de los dedos lentamente, como si a través de ellas intentase fabricarse una imagen mental de Víctor, guardarla a fuego en su memoria para que perdurase. Con premura bajó las manos hasta su cuello y terminó de desabotonarle el abrigo, que deslizó por sus brazos y dejó caer en el suelo. Víctor se despojó del jersey con un rápido movimiento y se llevó las manos al borde inferior de la camisa, recogida dentro del pantalón, para soltar los botones, pero Cian se las apartó, a lo que el muchacho respondió retirando la lengua del interior de su boca, atrapando su labio inferior entre los dientes y ejerciendo una leve presión.

Cian terminó de desabotonar la camisa, liberó los faldones y la dejó caer junto al abrigo y el jersey. Por último introdujo las manos por el interior del borde de la camiseta térmica y acarició su tronco y brazos, cuya piel se erizaba con el contacto, mientras la enrollaba para despojarlo de ella. Volvió a rodearle la cintura con los brazos y lo apretó contra sí para besarlo mientras Víctor hundía las manos en su pelo. Con satisfacción notó crecer su miembro, enfundado en el pantalón, haciendo presión sobre el suyo, que palpitaba y lo impelía a arrancarle la ropa, al mismo tiempo que la respiración de Víctor se volvía más pesada y desacompasada, como la suya propia.

Aspiró una gran bocanada de aire, lo asió por las caderas y lo hizo girar a su alrededor con un par de zancadas, colocándolo de espaldas al trono, le soltó la tira de cuero de la hebilla del cinturón con demasiado brío y se golpeó la mano derecha con el metal. Emitió un leve quejido y se la llevó a la boca en un acto reflejo, pero Víctor la tomó entre las suyas, le besó el dorso, le dio la vuelta con cuidado y apretó los labios durante unos segundos en la palma mientras Cian, con la mano libre, le liberaba de los ojales los botones del pantalón.

27

Flores

Víctor intentó no hacer ruido al entrar en la casa y se descalzó junto a la puerta. Encontró a su madre dormida en el sofá, se asomó a la habitación de su hermana y la encontró dormida también. En su cuarto, donde entró palpando las paredes para no encender ninguna luz, colocó la mochila con cuidado sobre la cama, se desnudó y se puso rápidamente un pijama tras desechar la idea de tomar una ducha previa pese a que seguía empapado de sudor y lluvia.

Tras días de inmensidad blanca, había vuelto al bosque extenuado hasta tal punto que se había dejado caer, tras abandonar la nieve, junto a un árbol en la tierra húmeda y esponjosa y se había quedado dormido de inmediato. Había despertado demasiadas horas después, entumecido y tiritando, calado por la suave llovizna que, al parecer, llevaba horas regándolo. Había echado a caminar pesadamente pero con energía renovada y había conseguido cruzar el bosque alimentándose con los restos de frutos que había traído del castillo. Cuando había llegado a su casa volvía a caer el sol.

No sabía a ciencia cierta cuánto tiempo había pasado desde que se había marchado. En cierto punto de su visita al castillo, los días le habían empezado a resultar interminables, como si el tiempo se hubiese expandido, dilatándose y estirándose cual masa informe a su alrededor y lo hubiese transportado lentamente, del mismo modo que un anciano cansado, entre innumerables salas vacías con ecos de agua.

Se acercó sigilosamente a su madre, se arrodilló junto a ella y depositó la mochila a su lado. Abrió la cremallera lentamente para hacer el menor ruido posible, extrajo las flores, blandas y encogidas sobre sí mismas, cuya casi transparencia amenazaba con la desaparición, en las que apenas se apreciaba rastro de vida, y las colocó con suavidad sobre el pecho de la mujer. Dormía con gesto sereno, despreocupado y frío, vestida con un escueto vestido de fiesta que nunca había pensado que su madre pudiera ponerse.

La observó unos segundos, admirando el envidiable estado físico en el que se mantenía. Su piel, que recordaba más oscura, resplandecía suave y tersa, con un color blanquecino y luminoso, casi enfermizo, como una virgen ofrecida al sacrificio. Cada curva de la escasa tela se adaptaba a la perfección a cada curva de su cuerpo. La imagen global le resultó profundamente grotesca, apenas reconocía a la mujer que se mantenía viva en sus recuerdos.

26

Flores

 «La posesión de un nombre es, y ha sido desde tiempo inmemorial, el privilegio de todo ser humano», Stephen Ullmann

«… he that filches from me my good name robs me of that which not enriches him and makes me poor», William Shakespeare, Hamlet

PRÍNCIPE: ¿Cómo te llamas?

VÍCTOR: Víctor. ¿Y tú?

PRÍNCIPE: … no lo sé. Una vez tuve un nombre, pero lo he olvidado.

Víctor: ¿Cómo puedes haber olvidado tu propio nombre?

PRÍNCIPE: Ya no queda nadie que necesite pronunciarlo.

VÍCTOR: Aun así deberías tener un nombre.

PRÍNCIPE: ¿Qué utilidad tiene un nombre cuando estás solo?

Víctor: Es tu identidad.

PRÍNCIPE: ¿Y qué utilidad tiene una identidad cuando estás solo?

VÍCTOR: Tu identidad eres tú. Te define. Te distingue de los demás.

PRÍNCIPE: ¿Qué definición necesito siendo el único habitante de un reino vacío?

VÍCTOR: Tu identidad marca tu forma de ser.

PRÍNCIPE: La forma de ser se moldea en función de quienes te rodean. Aquí puedo ser quien quiera ser en cada momento.

VÍCTOR: Ahora no estás solo.

PRÍNCIPE: Sí, así es. Quizá necesite un nombre ahora que tú estás aquí. ¿Qué nombre debería tener?

VÍCTOR: (le brota de los labios inmediatamente, recordando las palabras de su hermana). Azul.

PRÍNCIPE: ¿Azul?01

VÍCTOR: Sí… (Sonríe recordando la conversación). El color de tus ojos es muy característico, te puede servir como marca identificativa. Aunque aquí parecen más cian…

PRÍNCIPE: Cian suena interesante. (Hace rodar la palabra con la lengua un par de veces de forma apenas audible).

VÍCTOR: Nadie suele tener la oportunidad de elegir su propio nombre.

PRÍNCIPE: (La sonrisa le ilumina el rostro). Cian me gusta.02

VÍCTOR: De acuerdo.

25

Madre

–Nos hemos vuelto a quedar solos y es la hora de cenar. ¿Qué preparamos hoy?

Ambos se encaminaron hacia la cocina, Víctor intentando sacudirse de encima la desagradable sensación con la que lo había dejado su madre y la niña trotando a su lado.

–Yo quiero queso.

–Tú siempre quieres queso.

–Mamá dice que es bueno.

–Mamá… –se mordió la lengua para no cometer el error de decir algo malo de su madre delante de su hermana– Vale.

Le resultaba totalmente incomprensible la repentina actitud completamente indiferente de su madre. Hasta hacía apenas unos meses la había encontrado siempre excesivamente dulce y curiosa. Cuando Víctor pensaba en su madre, la primera imagen que le venía a la mente, la más poderosa, era su cabeza asomándose, jovial, a su puerta cuando ella volvía de trabajar y preguntándole por su día. Su eternamente paciente madre, que le daba consejos, normalmente demasiado indiscretos, acerca de la chica con la que salía. La mujer a la que en más de una ocasión habían chantajeado emocionalmente entre él y su hermana para que saliese con sus amigas a disfrutar, aunque fuese sólo durante un par de horas, mientras ellos aprovechaban para tirarse en el sofá, ver películas y comer palomitas hasta sentirse mareados. Pero, ahora…

Víctor notó la atenta mirada de su hermana clavada en su espalda mientras extraía todos los tipos de quesos que encontró en la nevera y empezó a temer alguna de sus preguntas excesivamente elaboradas a juzgar por el silencio de la niña. Se decidió por el camino fácil y buscó pan también.

–Le has dicho a mamá que ibas a salir hoy. ¿Vas a ver a Ana?

–Sí. ¿Quieres que le diga algo de tu parte? –aunque la niña no había mostrado interés por la chica con la que salía, por alguna razón él siempre intentaba que surgiera algún tipo de amistad entre las mujeres que ocupaban su vida.

–No. No me gusta –no a modo de pregunta, pero la niña, efectivamente, dejó caer la cuestión.

–¿No te gusta Ana?

–No. Es un nombre muy común.

–Bueno, es el que tiene.

–Preferiría que salieras con alguien con un nombre más bonito.

Víctor no pudo evitar reírse. Quizá su hermana creyera que había elegido a la chica por su nombre. Quizá su aspecto. ¿Por qué no? De qué otra forma, pensó, elegían los niños las cosas que les gustaban. Alguna reflexión acerca de ello emergió al fondo de su mente, pero optó por descartarla.

–¿Más bonito? ¿Cómo cuál?

–Azul.

24

Flores

Caminaba por el mundo a cámara lenta. Percibía un movimiento insólito a su alrededor que no recordaba haber percibido hasta ese momento. Cierto era que nunca se había detenido a analizar su entorno, se había movido hasta el momento dentro de la percepción personal de su yo en relación con el entorno, como si en realidad hubiese vivido en una burbuja semipermeable a través de la cual filtraba y racionalizaba el mundo exterior, adaptándolo a sí mismo. Un atisbo de aroma a flores lo apartó de su ensimismamiento y siguió el imperceptible rastro conforme la mujer que lo llevaba de perfume lo adelantaba por la acera, con prisa. La siguió apenas un par de pasos más hasta que se desvió de su camino.

No le resultaba realmente extraño o ajeno, y tampoco había permanecido tanto tiempo en el Reino de Hielo como para haber perdido su punto de referencia social, pero durante su estancia sí había cambiado algo. Había cambiado todo, pero en él. Se sentía diferente y al mismo tiempo se sabía la misma persona, sus valores, sus pensamientos, su lenguaje y sus expresiones corporales, todo lo que conformaba su yo básico y esencial permanecían; pero su relación con todo aquello, todos sus sentidos, que traducían su entorno y sus percepciones, se alimentaban de una fuente de energía diferente.

Pasó de largo por delante de un banco cuyas puertas, que siempre le habían parecido estar torcidas, ahora se le antojaban perezosas, descansando la una sobre la otra como si permanecer allí, de pie, como última línea de defensa ante las inclemencias del tiempo, día tras día, las hubiera ido agotando hasta querer descolgarse y descansar el sueño de los satisfechos con un buen trabajo realizado. No era un pensamiento nuevo, sólo rechazado.

Caminaba por el mundo a cámara lenta porque nunca se había parado a pensar que el mundo pudiera ofrecerle nada por lo que mereciera la pena esperar. Le pareció obvio, excesivamente conveniente e increíblemente estúpido llegar a tales conclusiones acerca de sí mismo precisamente en su rutinaria caminata matinal de las vacaciones, en las que, acostumbrado a madrugar durante la mayor parte de los meses del año, se levantaba apenas amanecía y se acercaba a la panadería propiedad de los padres de Ana para adquirir el desayuno para su madre y su hermana.

Vaciló ante la puerta de hierro forjado del establecimiento sabiendo que ella estaría en el mostrador, como cada mañana de verano desde hacía algunos años, regalándole sonrisas furtivas a espaldas de los clientes. Pero ahora no sabía cómo lo recibiría; desconocía si, de alguna forma, viéndolo, ella podría percibir que todo era diferente.

23

Hielo

Estaba seguro de que existían seres que habitaban en las zonas heladas del planeta, pero desde que había cruzado no había visto absolutamente nada moverse u observarlo excepto el casi permanente viento. En un par de ocasiones había percibido movimiento y se había quedado, completamente quieto, a la espera de volver avistarlo, pero no había sido nada más que sombras y aire en aquel inmenso mar de hielo y frío en el que se había sumergido.

Al séptimo día, tras una loma que no había podido evitar tener que, casi, escalar, creyó avistar la sombra lejana de una construcción, lo cual le provocó sentimientos encontrados. El avance, rápido y cargado de energía en un primer momento, se volvió temeroso rápidamente. Había evitado pensar a lo largo de los días en qué haría cuando se enfrentara al que, en su cabeza, había considerado como su enemigo.

En un mundo tan blanco y negro como en el que se había visto inmerso era inevitable pensar en tales términos. No podía ser de otra manera. ¿Cómo iba a calificar, si no, a quien había robado a su madre de todo rastro de aprecio y amor por sus hijos? ¿Quien había convertido las vidas de él y, sobre todo, de su pequeña hermana en una tan árida y espinosa como aquel terreno insufrible? Por otro lado, ¿con qué propósito? Todas eran preguntas sin respuesta que lo cargaban de una ansiedad asfixiante.

Al día siguiente, mientras se permitía sentarse a comer con cierta tranquilidad en un momento de preocupante calma donde el sol lucía radiante en un cielo impoluto, pudo observar con detenimiento que el castillo, al que calculaba que alcanzaría al final de la noche, despuntaba en lo alto de una elevación donde clareaba la nieve. Sin aliento se percató de que asomaban salientes de roca y parcelas de tierra muerta. El ascenso se le antojó mucho más duro que toda su travesía.

Terminó el último diminuto trozo de pan que le quedaba y pasó la mano por el interior vacío de su mochila. Sabía que podía subsistir sin comida durante algunos días, pero el cansancio acumulado y lo extrema que anticipaba la subida al castillo no le dieron buenos presagios. Con un suspiro se levantó conforme la ventisca comenzaba a alzar nubes de polvo blanco a su alrededor y emprendió la marcha nuevamente, intentando mantener la mente despejada.

22

Hielo

Desde los lindes de su jardín se extendía un tupido bosque que iba a morir a la frontera con el Reino de Hielo, donde se topaba bruscamente con una playa de hielo y nieve que lo habían dejado fascinado durante horas. No había llegado a replantearse el hecho de entrar o no, pero sí se había quedado sentado junto a un árbol mordisqueando unas verduras mientras planeaba su travesía.

Era consciente de que el paisaje cambiaba con cada paso y cada golpe de viento, que parecía transportar las dunas de nieve de un lugar a otro. Se aferraba a la brújula desesperadamente a cada momento para no sentirse absolutamente perdido, y dudaba de cuánto camino había recorrido pese a intentar mantener un avance constante.

Al cuarto día, preso de la desesperación, tuvo un arranque de ira súbita e inusitada. El viento se había llevado, junto al hielo, sus alaridos incluso antes de que se diera cuenta de que estaba gritando. Cuando notó que apenas le quedaba voz, se le ahogó el aire en la garganta con un gemido y se obligó a seguir caminando mientras lloraba amargamente. Notar arderle la cara lo ayudó a continuar, arrastrando los pies, hasta que el sol se puso a sus espaldas.

Cuando el astro amenazaba con perderse tras la orografía, en la lejanía, el cielo se teñía de nubes de colores cálidos que contrastaban poderosamente con la blancura absolutamente reinante; y cada día, agotado, se dejaba descansar unos minutos, sentado, mientras observaba las formaciones nubosas moverse caprichosamente.

Por lo que sabía, allí había al menos un habitante. Se preguntó con frecuencia por él. ¿Observaría también ponerse el sol como lo hacía él? ¿Sabría de alguna manera que un forastero caminaba por sus llanuras? ¿Lo esperaría? Se preguntaba la razón de aquel frío tan desalentador, que helaba todo a su paso: su cuerpo, su esperanza, sus pensamientos y todo lo que habitaba en su corazón.

Se arrepintió de no haberse informado mejor, de algún modo, acerca de aquella pequeña mancha blanca en un mapa rodeado de verde, cuya existencia se le antojaba, pese a estar allí, imposible, ilógica, totalmente antinatural. Carecía de todo sentido, pero también de ello carecía la situación en la que se encontraba. Si la formación, como parecía, había sido reciente, ¿qué habría habido debajo de toda aquella frialdad mortal?

21

Hielo

El viento azotaba el caballo, el carro y el jinete con la misma violencia con la que éste espoleaba al animal para que corriese más rápido. Agotados ambos, alcanzaron el castillo en más tiempo del acostumbrado. Aún amanecía cuando él y su hijo habían cargado el carro con alimentos. Tras años de viajes, el cargamento se repetía de forma monótona, sólo alumbrado ocasionalmente por las variantes en cuanto a productos que se cultivaban por temporadas.

La tradición se remontaba varias generaciones en su familia paterna, rodeada de leyendas que, quizá, algún día tuvieron un origen real. Él dudaba de su veracidad, pero su hijo bebía de ellas como si cada palabra fuera más verdadera que todo aquello que escuchaba y veía, y no había mes en el que no insistiese en acompañarlo. Pero las instrucciones eran claras: sólo un jinete debía emprender la marcha, conducir el cargamento hasta el castillo, descargarlo allí y marchar.

Cada vez se preguntaba si sería ese mes el que se encontraría la carga, congelada en vez de podrida, en la gran sala en la que la depositaba, y cada vez que llegaba, allí estaban las cajas, vacías y limpias, inodoras, apiladas en perfecto orden. Se preguntaba qué clase de ser habitaba aquellas salas y pasillos, y su extrema longevidad. Además, para un mes le parecía una cantidad de comida ínfima. Sin embargo, nunca había variado los envíos. Una vez más, las instrucciones eran precisas.

Le preocupaba su hijo que, como él años atrás, era un joven vigoroso y rebelde. Conocía su interés por lo desconocido, por la intriga, y no sabía cómo inculcarle la prudencia necesaria. Temía que, una vez que él se viese incapacitado para cabalgar las llanuras heladas con el viento de cara que parecía rechazarlo cada metro que avanzaba, su hijo se aventurase incauto en el castillo en pos de comprobar lo acertado de las historias familiares.

También le quitaba en ocasiones noches de sueño saber que, al ser hijo único, sería el encargado de continuar con la tradición, obligándolo a quedarse para siempre en aquel pueblo, cultivando las mismas tierras y criando los mismos caballos, condenándolo a buscar una esposa en las inmediaciones y tener hijos. No era una mala vida, él se sentía inmensamente feliz junto a su esposa e hijo, plenamente realizado con su trabajo y satisfecho con los momentos de ocio. Y así es como recordaba también a su padre y a su abuelo. Pero su hijo…