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Hielo

El viento azotaba el caballo, el carro y el jinete con la misma violencia con la que éste espoleaba al animal para que corriese más rápido. Agotados ambos, alcanzaron el castillo en más tiempo del acostumbrado. Aún amanecía cuando él y su hijo habían cargado el carro con alimentos. Tras años de viajes, el cargamento se repetía de forma monótona, sólo alumbrado ocasionalmente por las variantes en cuanto a productos que se cultivaban por temporadas.

La tradición se remontaba varias generaciones en su familia paterna, rodeada de leyendas que, quizá, algún día tuvieron un origen real. Él dudaba de su veracidad, pero su hijo bebía de ellas como si cada palabra fuera más verdadera que todo aquello que escuchaba y veía, y no había mes en el que no insistiese en acompañarlo. Pero las instrucciones eran claras: sólo un jinete debía emprender la marcha, conducir el cargamento hasta el castillo, descargarlo allí y marchar.

Cada vez se preguntaba si sería ese mes el que se encontraría la carga, congelada en vez de podrida, en la gran sala en la que la depositaba, y cada vez que llegaba, allí estaban las cajas, vacías y limpias, inodoras, apiladas en perfecto orden. Se preguntaba qué clase de ser habitaba aquellas salas y pasillos, y su extrema longevidad. Además, para un mes le parecía una cantidad de comida ínfima. Sin embargo, nunca había variado los envíos. Una vez más, las instrucciones eran precisas.

Le preocupaba su hijo que, como él años atrás, era un joven vigoroso y rebelde. Conocía su interés por lo desconocido, por la intriga, y no sabía cómo inculcarle la prudencia necesaria. Temía que, una vez que él se viese incapacitado para cabalgar las llanuras heladas con el viento de cara que parecía rechazarlo cada metro que avanzaba, su hijo se aventurase incauto en el castillo en pos de comprobar lo acertado de las historias familiares.

También le quitaba en ocasiones noches de sueño saber que, al ser hijo único, sería el encargado de continuar con la tradición, obligándolo a quedarse para siempre en aquel pueblo, cultivando las mismas tierras y criando los mismos caballos, condenándolo a buscar una esposa en las inmediaciones y tener hijos. No era una mala vida, él se sentía inmensamente feliz junto a su esposa e hijo, plenamente realizado con su trabajo y satisfecho con los momentos de ocio. Y así es como recordaba también a su padre y a su abuelo. Pero su hijo…

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