21

Hielo

El viento azotaba el caballo, el carro y el jinete con la misma violencia con la que éste espoleaba al animal para que corriese más rápido. Agotados ambos, alcanzaron el castillo en más tiempo del acostumbrado. Aún amanecía cuando él y su hijo habían cargado el carro con alimentos. Tras años de viajes, el cargamento se repetía de forma monótona, sólo alumbrado ocasionalmente por las variantes en cuanto a productos que se cultivaban por temporadas.

La tradición se remontaba varias generaciones en su familia paterna, rodeada de leyendas que, quizá, algún día tuvieron un origen real. Él dudaba de su veracidad, pero su hijo bebía de ellas como si cada palabra fuera más verdadera que todo aquello que escuchaba y veía, y no había mes en el que no insistiese en acompañarlo. Pero las instrucciones eran claras: sólo un jinete debía emprender la marcha, conducir el cargamento hasta el castillo, descargarlo allí y marchar.

Cada vez se preguntaba si sería ese mes el que se encontraría la carga, congelada en vez de podrida, en la gran sala en la que la depositaba, y cada vez que llegaba, allí estaban las cajas, vacías y limpias, inodoras, apiladas en perfecto orden. Se preguntaba qué clase de ser habitaba aquellas salas y pasillos, y su extrema longevidad. Además, para un mes le parecía una cantidad de comida ínfima. Sin embargo, nunca había variado los envíos. Una vez más, las instrucciones eran precisas.

Le preocupaba su hijo que, como él años atrás, era un joven vigoroso y rebelde. Conocía su interés por lo desconocido, por la intriga, y no sabía cómo inculcarle la prudencia necesaria. Temía que, una vez que él se viese incapacitado para cabalgar las llanuras heladas con el viento de cara que parecía rechazarlo cada metro que avanzaba, su hijo se aventurase incauto en el castillo en pos de comprobar lo acertado de las historias familiares.

También le quitaba en ocasiones noches de sueño saber que, al ser hijo único, sería el encargado de continuar con la tradición, obligándolo a quedarse para siempre en aquel pueblo, cultivando las mismas tierras y criando los mismos caballos, condenándolo a buscar una esposa en las inmediaciones y tener hijos. No era una mala vida, él se sentía inmensamente feliz junto a su esposa e hijo, plenamente realizado con su trabajo y satisfecho con los momentos de ocio. Y así es como recordaba también a su padre y a su abuelo. Pero su hijo…

20

Hielo

Se abrochó los botones del pantalón con torpeza. Pese al abrigo, temblaba de forma incontrolable y la incomodidad añadida de los guantes hacía que se le resbalasen entre los dedos antes de tener oportunidad de introducir cada pieza por su ojal. Había metido en una mochila comida suficiente para todo el tiempo que había pensado que duraría su travesía y se había vestido concienzudamente para soportar el frío que lo azotaría en cuanto cruzase al otro reino. Además, había podido recolectar del bosque todo aquello que había podido identificar como no venenoso.

Aun así, todos sus cálculos habían sido insuficientes.

Caminar por la llanura helada le estaba llevando más tiempo del que habría deseado. Continuamente se veía obligado, empapado por la nieve y el viendo cargado de humedad, a tomar desvíos. Con frecuencia se hundía en montañas de polvo blanco de profundidad variable que se adhería desagradablemente a su ropa y se derretía al contacto con su calor corporal, que notaba desaparecer con el paso de los días.

La soledad y el continuo ulular del viento, que se introducía cortante por cada resquicio libre entre su bufanda y su capucha, y que le hacía llorar y arder los ojos, se hacía cada vez más insoportable. Se sentía desfallecer en su persistente caminata y sentía crecer la desesperación cada vez que paraba. Sin embargo, caminaba con seguridad, consultando una brújula que se había anudado al cuello y disfrutaba en las breves ocasiones en las que un claro nocturno le permitía observar las estrellas, deleitándose en la más absoluta oscuridad del reguero de luces que parecía invitarlo a unirse a su camino.

Eran esos momentos en los que la calma y el silencio, sólo roto por su respiración y el palpitar fervoroso de su joven corazón, los que lo imbuían de fuerzas suficientes para seguir caminando con determinación hacia su destino. La absoluta seguridad ante la imposibilidad del abandono de la empresa que había sentido al emprender la marcha no flaqueaba, aunque su mente, apenas desafiada por la orografía, se expandía, y su corriente de pensamiento saltaba entre cuestiones que nunca había tenido tiempo de preguntarse anteriormente.

Cuando el aire se limpiaba de nubes de nieve, la blancura que se le ofrecía a la vista parecía un desierto de arena descolorida. Se le antojó un paisaje impresionantemente atractivo por su llanura salpicada de elevaciones, dunas que sortear como si sólo fuesen obstáculos colocados a placer para impedir su camino.

19

Madre

Despertó de golpe, incómodo, con una sensación helada en el cuerpo, como si unos dedos salidos de lo más profundo del océano hubieran estado hurgando en su pecho, abriéndose camino hasta su corazón. La presencia de una mano desconocida palpándolo y acariciándolo en la oscuridad y anonimia de la noche le resultaba pavorosa pero hasta cierto punto erótica, incluso… Saltó de la cama y se sacudió, alejando cualquier pensamiento de su cabeza.

Consultó el reloj mientras buscaba algo de ropa que ponerse pero se quedó helado al percatarse de que apenas comenzaba a anochecer y estaba vestido. Se había dejado caer en la cama poco después del mediodía, exhausto tras los últimos exámenes que esperaba realizar en mucho tiempo, y al parecer nadie se había molestado en despertarlo durante la tarde.

La sensación del frío contra su piel se había disipado sin dejar huella, no había sido más que el mismo desagradable recuerdo de las últimas noches. Se preguntó si no estaría relacionado con el brusco e incomprensible cambio que había notado en su madre. Oyó ruidos de pasos y le llegó un leve aroma a perfume. Se asomó al salón y vio a su madre calzándose con prisa.

–Salgo. Hay… cosas en la cocina, ya sabes. Cuida de tu hermana –la mujer hizo un gesto vago con la mano hacia la niña, que jugaba con unos grandes dados con números entre dos sofás.

–¿Otra vez?

–Sí, otra vez. ¿Qué más te da?

–Debería cogerla e irme –se avergonzó inmediatamente de su fallida tentativa de utilizar un tono amenazador que, en realidad, había sonado como un lastimero quejido.

–¿Irte? ¿Y a dónde?

–A cualquier otro sitio.

–Si no eres más que un niño.

–Hay centros de acogida para mujeres maltratadas. Seguro que aceptan niños –escupió él, con su pequeño orgullo herido.

–¿Mujeres maltratadas? Cuánto dramatismo.

–De la forma en la que nos tratas…

–Victor –el tono gélido de su madre le heló la sangre.

–Muy bien. ¿Y qué pasa si quiero salir yo? –decidió cambiar de tema sabiéndose perdedor en aquella batalla verbal absurda.

–Aquí tienes –la mujer hurgó en un cajón, junto a la entrada, y le alargó un trozo de papel garabateado– el número de una niñera. Haz lo que quieras –él, estupefacto, no pudo articular sonido mientras su madre abría la puerta y desaparecía por el pasillo– ¡Adiós!

Tras unos segundos de incomprensión, se acercó a cerrarla bajo la atenta mirada de su hermana.

18

Hielo

Tomó un último aliento, que le provocó punzadas agónicas en los pulmones, y le dedicó ese aire al último esfuerzo consciente del que se vio capaz. Se asió a la roca más cercana para no deslizarse por la pendiente en cuanto perdiese la consciencia mientras se preguntaba de qué le servía, si de todos modos su inevitable destino estaría marcado en el momento en el que cerrase los ojos. El aire era tan frío que notaba la piel agrietarse, sin dolor; y estaba tan cargado de nieve que apenas podía vislumbrar la sombra de sus propias manos, sujetas con dificultad al saliente.

El agotamiento le impidió un arranque de ira y desesperación que habría quemado la poca energía de la que disponía. Sintió levemente cierta pena de sí mismo. ¿Por qué? era lo único en lo que era capaz de centrarse, sólo esas palabras flotaban en su mente de forma intermitente; eran las únicas a las que creyó encontrar cierto sentido, aunque no respuesta.

 

–Te he estado buscando tanto tiempo.

No era la primera vez que oía esa voz o esa misma frase. Se repetía en un bucle infinito a su alrededor, cada vez más cerca, traída por el tiempo y el espacio; y se adhería a su piel como si solamente ella pudiera rescatarlo.

–Te he estado buscando tanto tiempo… Vuelve a mí.

La voz se rompía y aun así emanaba una dulzura apremiante, la ansiedad de ser escuchada. Lo acariciaba incesantemente con sus dedos gastados, y allí donde perdía el contacto las punzadas de dolor provocadas por el frío emergían con crueldad.

Reaccionó con lentitud, con extrañeza; recordaba haberse abandonado a la muerte sin siquiera un último aleteo de falsa victoria y le sorprendía despertar de nuevo. No quiso preguntarse si estaba vivo. Si no lo estaba, se sucederían demasiadas preguntas para su cansado cuerpo y extenuada mente. Quería, en realidad, descansar; pero la voz, eterna y etérea, lo empujó fuera de su ensoñación cuasi febril.

–Te he estado buscando tanto tiempo… Vuelve a mí… No me dejes ahora.

Abrió los ojos sin saber si la voz pertenecía a un cuerpo, apenas atemorizado, y ante sí sólo vio azul. Dos ojos del azul del cielo en una mañana de primavera, brillante y luminosa, cautivadora.

17

Uizmxvhx

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URM

 

16

El sol se abría paso a través de los sucios cristales de aquella ventana, pero ella no quería dejarlo entrar. Por eso cerró los ojos con toda la fuerza de sus párpados, confiando ciegamente en que aquello funcionaría.

Pero no lo hizo. Con aquel estúpido gesto lo único que consiguió fue un ligero mareo y que un montón de lucecillas flotaran frente a ella, tanto si mantenía los ojos cerrados como si los abría de nuevo. Pequeñas luciérnagas bailando frente a aquella niña triste. Por que Alba estaba muy triste; tan triste como cualquiera de nosotros.

Miramos al sol buscando alegría en él, una cierta esperanza que nos ayuda a creer que todo irá bien, que no hay que tener miedo. El astro miente, simulando poseer una sabiduría procedente de esa enorme luz, un engaño que tiene aprendido desde que la luz se convirtió en la única guía del ser humano.

Toda esa sabiduría acumulada durante siglos, moviendo al mundo y dándole sentido a nuestras simples existencias. La ilustración nos vendió sus ideas como una inagotable fuente de luz, de conocimiento eterno. Pero la luz no es tan simple como queremos dar a entender; el sol nos la envía en dosis controladas, a través de sus largos e incisivos rayos, y nosotros nos aferramos a ellos como lo haríamos con sogas que apretan nuestros cuellos.

Y eso es justo lo que hacen.

Pero hoy Alba decide que no quiere volver a estar triste, y por primera vez le da la espalda al astro que calienta aquella pequeña habitación. Espera tan sólo unos segundos, dándole tiempo a despistarse, y es entonces cuando se gira bruscamente y clava sus grandes ojos grises en el astro, sin piedad, sin miedo.

Y así se quedan, uno frente a otro, él quemando sus ojos, ella lanzando su sonrisa helada. Y durante muchos años en el cielo se cantarán canciones sobre aquella niña.

Aquella niña triste que le plantó cara al sol.

Y se mueren nuestros héroes,

sus mentiras desveladas en cada historia real.

Y se van los sueños, sus vivas luces,

y por fin descubres que ya no queda nada. 

15

“We are unfashioned creatures, but half made up,
if one wiser, better, dearer than ourselves
– such a friend ought to be –
do not lend his aid to perfectionate our weak and faulty natures”.
Mary Shelley. The Last Man

Shelley estaba en lo cierto cuando hablaba de la necesidad del ser humano de un compañero, un alma gemela. Pero lo que ella nunca le dijo al mundo fue por qué es tan difícil hallar esa conexión, esa unión entre dos almas que todos aspiramos a encontrar, ni por qué es siempre tan corta, tan etérea.

Mientras la llevo acompaño a la ciudad en la barra de mi bicicleta, puedo sentir su cuerpo temblando bajo su vestido de verano. Sus dedos se apoyan en el manillar, a apenas un centímetro de los míos, tamborileando al ritmo de una melodía que también susurra en secreto. No hablamos, pero ambos sabemos que no hace falta.

Sonreímos sin vernos las caras, sabiendo de alguna manera que la otra persona sonríe; coincidencia o conexión, realmente no tiene importancia. Cuando se baja de la bicicleta, casi en el centro de la ciudad, dejándola tan cerca de su destino como he podido convencerla, aquella chica sonríe un instante y trata de decir algo. Los dos nos sonreímos de nuevo y supongo que nuestras caras, siguiendo una tradición repetida miles y miles de veces por nuestra raza, adquieren el tono rojizo del amor adolescente. Su cara cambia aun una última vez, y luego abre su bolso para alcanzar algo, tal vez su teléfono móvil.

Nunca lo vimos venir. Como salido de la nada, el furgón aparece en la escena y se la lleva por delante, haciéndola desaparecer de mi vista. El chillido de los neumáticos al derrapar suena como un millar de personas gritando al mismo tiempo, clavándose en lo más profundo de mis oídos. Durante quince segundos no consigo entender lo que acaba de suceder.

Es suficiente tiempo para que los ocupantes del furgón, siguiendo una especie de ritual ensayado y representado cientos de veces, completen la sencilla tarea de esposarme e introducirme en la parte trasera del furgón, no sin antes recoger el cuerpo de la chica del asfalto.

Luego sólo queda la oscuridad… La celda… Y esa voz que repite las mismas palabras, una y otra vez…

Llevas tanto tiempo encerrado en esta celda que a veces debes preguntarte si realmente valdría la pena volver al mundo exterior. Te entiendo. Las cuatro paredes, el suelo, el techo, los cuatro barrotes que bloquean la diminuta ventana, la cama; se han convertido en elementos tan familiares que ya no puedes imaginar una vida sin ellos.

14

A apenas cincuenta metros del tractor, los agentes aceleraron la marcha, con una mezcla de nervios, adrenalina y euforia alimentando sus tensos músculos. La lluvia, sin ninguna intención de amainar, convertía cada una de sus zancadas en pasos inciertos, perdidos; si alguien hubiera tenido la oportunidad de contemplar aquella escena desde el ángulo adecuado, el alocado vaivén de los agentes les habría parecido hasta cómico, dando bandazos de izquierda a derecha, casi tropezando entre ellos, como patos mareados perdidos en un estúpido baile asíncrono.

Simples perros de caza.

Como la locomotora en el cuadro de Turner, Rain, Steam, and Speed, el pelotón atravesó la cortina de lluvia y apareció frente a Eva en un instante. Ella los esperaba allí, de pie, firme como una estaca. Los vio llegar uno a uno, sumidos en aquella caótica danza; sus dieciséis siluetas avanzando lentamente como si aquel segundo fuese eterno.

La percepción del tiempo es increíblemente relativa. Cuando los agentes estaban a apenas cinco metros de distancia, Eva ya se había cansado de verlos llegar; su mirada se había perdido en algún punto más allá de aquellas dieciséis siluetas. Pero para el primero de los agentes, el de más rango, aquellos segundos transcurrieron de forma muy diferente. Desde el momento en el que puso los pies en el barro hasta en el que sus ojos distinguieron la silueta de Eva, Alberto Arnal pareció solo contar un par de segundos. Su mente no tenía tiempo a procesar los suficientes acetatos por segundo para mostrar la escena frente a sus ojos con suficiente claridad.

El recuerdo de la última intervención, apenas dos días antes,  aún permanecía fresco en su mente. Todavía podía sentir el golpe seco de su porra reglamentaria, quebrando las costillas de aquel joven durante el desalojo de un casal ocupado. El chico era el organizador de unas jornadas sobre el movimiento anarquista Catalán; Sergi Mainer, creía recordar que se llamaba. Aquel nombre había ocupado las portadas de todos los periódicos durante el día anterior. Como siempre, la atención había pasado a otros asuntos en cuestión de horas.

Pero esta vez, a él lo recordarían siempre.

Por que aquella mañana, al golpear con su porra a aquella silueta que había caído al suelo, abatida por las pelotas de goma lanzadas por sus compañeros, Alberto Arnal, guiado seguramente por la cocaína que él y otros dos compañeros habían consumido antes de bajar del furgón, acabó con la vida de Eva Bru, una niña de trece años, indefensa y desarmada.

13

Cada vez es más difícil intentar comprender las acciones de nuestra especie, frívolamente normalizadas por su constante aparición en los medios. Día a día seguimos el guión de aquella antigua comedia romana donde se decían por primera vez las sabias palabras Homo homini lupus est. Un lobo se comporta así por un instinto básico de supervivencia, no le guía otra cosa que el hambre; nosotros ocultamos nuestras verdaderas razones para actuar así; fingimos ser simples marionetas controladas por la corrupta e irracional sociedad en la que vivimos.

No somos más que trozos de carne.

La mañana del día 9 de Noviembre de 2014 para unos, o el primer día del año TT1 para otros, dieciséis trozos de carne salieron de las dos primeras furgonetas blindadas que pudieron entrar en Cataluña cuando la lluvia comenzó a combatir las ya no tan poderosas llamas de aquel incendio. Enviadas con gran urgencia por el gobierno central, su misión consistía en evaluar la situación tras el incendio para unos, o en apaciguar una posible “revolución” para los otros.

La lluvia golpeó con furia a cada uno de los dieciséis agentes antidisturbios, a medida que sus botas reglamentarias comenzaban a chapotear sobre el barrizal en el que aquel camino rural se había convertido. Tras pasar la noche en vela en el improvisado campamento establecido en la comisaría de Fraga, una localidad situada en la frontera entre Aragón y Cataluña, los agentes habían recibido órdenes de cruzar la frontera a la altura del cruce entre la AP2 y el río Cinca. La zona había sido elegida por tratarse de una área rural con pocas viviendas y amplios campos de cultivo; supuestamente los agentes disfrutarían de una excelente visibilidad por tratarse de un terreno muy llano.

Pero la visibilidad en aquella mañana era bastante limitada; la lluvia caía formando un denso e impenetrable telón. A unos cien metros de aquel convoy, Eva a duras penas podía dirigir el tractor por la estrecha vía agrícola. Bajo la intensa lluvia, el camino parecía redibujarse metro a metro, surgiendo entre pequeños torrentes que fluían a ambos lados de las gruesas ruedas del vehículo.

Y fue entonces cuando de pronto, como si sus ojos se hubieran adaptado a aquella situación, pudo distinguir unas luces a lo lejos. Mientras paraba el motor del tractor, a Eva le pareció que las gotas de la lluvia, que aún golpeaban con fuerza la tierra, volvían a ascender lentamente hacia el cielo. De forma mágica, flotaban en lo alto, allí donde sus ojos no alcanzaban a ver, para luego precipitarse de nuevo contra el suelo, contra sus hombros, contra el metal del tractor; contra el mundo a su alrededor.

12

TT1 / Día 1 / 6:50 am

El fuego dejó de arder durante las últimas horas de aquella noche, dando paso al primer día de aquella nueva era. Aquel primer amanecer no parecía tener nada de especial. No lo tuvo en absoluto. Fue una simple continuación de todos los días que habíamos vivido hasta entonces. Al menos para el resto del mundo.

Y entonces llegó la lluvia.

Una lluvia cruel y fría; imparable.

Una lluvia que nadie esperaba.

Y tuvimos miedo.

Toda esa lluvia cayendo sobre mí,

acumulándose sobre mis hombros,

borrando cada uno de mis pasos.

Toda esa lluvia vaciando el cielo,

regalándonos sonidos infinitos,

golpeando con furia todo.

Se dice que quien escribe no puede evitar dejar algo de si mismo en cada palabra; en cada línea. Sin querer, acaba plasmando sus propias vivencias en trozos de papel, o fragmentos de píxel y código. Disimuladas mejor o peor entre esas líneas, se esconden las mejores y las peores cosas que podemos ofrecerle al mundo.

Escribimos por que tenemos miedo.

Los agentes llegaron en apenas unos minutos, el estruendo de su marcha silenciando el rumor de la lluvia por completo. Aún hoy es difícil imaginar por qué iban todos armados, o por qué el chirriar de sus dientes era más fuerte que el ruido de sus botas al golpear el suelo.

“Sería la lluvia”, dijeron algunos. “La visibilidad era malísima cuando las fuerzas comenzaron aquella misión de reconocimiento”, otros intentaron justificar lo ocurrido aquella mañana con argumentos como “Los nervios de los agentes estaban a  flor de piel”, “no se les puede culpar de lo ocurrido”

Pero todos aquellos sonidos que anunciaron la llegada del escuadrón sirvieron de bastante poco aquella mañana, ya que la chica que avanzaba en dirección contraria, conduciendo un tractor de color rojo, hacía tiempo que había dejado de escuchar.

Eva no parpadeó ni una sola vez. Mientras la lluvia empapaba su vestido y su largo pelo rizado, volvió a pensar por última vez en su tío Jaume. Aún sonreía cuando la pelota de goma le golpeó en el cuello. Le siguieron otras muchas, golpeándole en el pecho, la cabeza, los brazos; haciéndola caer del vehículo. Lo que ocurrió después todavía no ha llegado a explicarse abiertamente a través de los medios.

Y la lluvia seguía cayendo, cruel y fría; imparable.

Ilustraciones de Marc Moret