23

Hielo

Estaba seguro de que existían seres que habitaban en las zonas heladas del planeta, pero desde que había cruzado no había visto absolutamente nada moverse u observarlo excepto el casi permanente viento. En un par de ocasiones había percibido movimiento y se había quedado, completamente quieto, a la espera de volver avistarlo, pero no había sido nada más que sombras y aire en aquel inmenso mar de hielo y frío en el que se había sumergido.

Al séptimo día, tras una loma que no había podido evitar tener que, casi, escalar, creyó avistar la sombra lejana de una construcción, lo cual le provocó sentimientos encontrados. El avance, rápido y cargado de energía en un primer momento, se volvió temeroso rápidamente. Había evitado pensar a lo largo de los días en qué haría cuando se enfrentara al que, en su cabeza, había considerado como su enemigo.

En un mundo tan blanco y negro como en el que se había visto inmerso era inevitable pensar en tales términos. No podía ser de otra manera. ¿Cómo iba a calificar, si no, a quien había robado a su madre de todo rastro de aprecio y amor por sus hijos? ¿Quien había convertido las vidas de él y, sobre todo, de su pequeña hermana en una tan árida y espinosa como aquel terreno insufrible? Por otro lado, ¿con qué propósito? Todas eran preguntas sin respuesta que lo cargaban de una ansiedad asfixiante.

Al día siguiente, mientras se permitía sentarse a comer con cierta tranquilidad en un momento de preocupante calma donde el sol lucía radiante en un cielo impoluto, pudo observar con detenimiento que el castillo, al que calculaba que alcanzaría al final de la noche, despuntaba en lo alto de una elevación donde clareaba la nieve. Sin aliento se percató de que asomaban salientes de roca y parcelas de tierra muerta. El ascenso se le antojó mucho más duro que toda su travesía.

Terminó el último diminuto trozo de pan que le quedaba y pasó la mano por el interior vacío de su mochila. Sabía que podía subsistir sin comida durante algunos días, pero el cansancio acumulado y lo extrema que anticipaba la subida al castillo no le dieron buenos presagios. Con un suspiro se levantó conforme la ventisca comenzaba a alzar nubes de polvo blanco a su alrededor y emprendió la marcha nuevamente, intentando mantener la mente despejada.

22

Hielo

Desde los lindes de su jardín se extendía un tupido bosque que iba a morir a la frontera con el Reino de Hielo, donde se topaba bruscamente con una playa de hielo y nieve que lo habían dejado fascinado durante horas. No había llegado a replantearse el hecho de entrar o no, pero sí se había quedado sentado junto a un árbol mordisqueando unas verduras mientras planeaba su travesía.

Era consciente de que el paisaje cambiaba con cada paso y cada golpe de viento, que parecía transportar las dunas de nieve de un lugar a otro. Se aferraba a la brújula desesperadamente a cada momento para no sentirse absolutamente perdido, y dudaba de cuánto camino había recorrido pese a intentar mantener un avance constante.

Al cuarto día, preso de la desesperación, tuvo un arranque de ira súbita e inusitada. El viento se había llevado, junto al hielo, sus alaridos incluso antes de que se diera cuenta de que estaba gritando. Cuando notó que apenas le quedaba voz, se le ahogó el aire en la garganta con un gemido y se obligó a seguir caminando mientras lloraba amargamente. Notar arderle la cara lo ayudó a continuar, arrastrando los pies, hasta que el sol se puso a sus espaldas.

Cuando el astro amenazaba con perderse tras la orografía, en la lejanía, el cielo se teñía de nubes de colores cálidos que contrastaban poderosamente con la blancura absolutamente reinante; y cada día, agotado, se dejaba descansar unos minutos, sentado, mientras observaba las formaciones nubosas moverse caprichosamente.

Por lo que sabía, allí había al menos un habitante. Se preguntó con frecuencia por él. ¿Observaría también ponerse el sol como lo hacía él? ¿Sabría de alguna manera que un forastero caminaba por sus llanuras? ¿Lo esperaría? Se preguntaba la razón de aquel frío tan desalentador, que helaba todo a su paso: su cuerpo, su esperanza, sus pensamientos y todo lo que habitaba en su corazón.

Se arrepintió de no haberse informado mejor, de algún modo, acerca de aquella pequeña mancha blanca en un mapa rodeado de verde, cuya existencia se le antojaba, pese a estar allí, imposible, ilógica, totalmente antinatural. Carecía de todo sentido, pero también de ello carecía la situación en la que se encontraba. Si la formación, como parecía, había sido reciente, ¿qué habría habido debajo de toda aquella frialdad mortal?

21

Hielo

El viento azotaba el caballo, el carro y el jinete con la misma violencia con la que éste espoleaba al animal para que corriese más rápido. Agotados ambos, alcanzaron el castillo en más tiempo del acostumbrado. Aún amanecía cuando él y su hijo habían cargado el carro con alimentos. Tras años de viajes, el cargamento se repetía de forma monótona, sólo alumbrado ocasionalmente por las variantes en cuanto a productos que se cultivaban por temporadas.

La tradición se remontaba varias generaciones en su familia paterna, rodeada de leyendas que, quizá, algún día tuvieron un origen real. Él dudaba de su veracidad, pero su hijo bebía de ellas como si cada palabra fuera más verdadera que todo aquello que escuchaba y veía, y no había mes en el que no insistiese en acompañarlo. Pero las instrucciones eran claras: sólo un jinete debía emprender la marcha, conducir el cargamento hasta el castillo, descargarlo allí y marchar.

Cada vez se preguntaba si sería ese mes el que se encontraría la carga, congelada en vez de podrida, en la gran sala en la que la depositaba, y cada vez que llegaba, allí estaban las cajas, vacías y limpias, inodoras, apiladas en perfecto orden. Se preguntaba qué clase de ser habitaba aquellas salas y pasillos, y su extrema longevidad. Además, para un mes le parecía una cantidad de comida ínfima. Sin embargo, nunca había variado los envíos. Una vez más, las instrucciones eran precisas.

Le preocupaba su hijo que, como él años atrás, era un joven vigoroso y rebelde. Conocía su interés por lo desconocido, por la intriga, y no sabía cómo inculcarle la prudencia necesaria. Temía que, una vez que él se viese incapacitado para cabalgar las llanuras heladas con el viento de cara que parecía rechazarlo cada metro que avanzaba, su hijo se aventurase incauto en el castillo en pos de comprobar lo acertado de las historias familiares.

También le quitaba en ocasiones noches de sueño saber que, al ser hijo único, sería el encargado de continuar con la tradición, obligándolo a quedarse para siempre en aquel pueblo, cultivando las mismas tierras y criando los mismos caballos, condenándolo a buscar una esposa en las inmediaciones y tener hijos. No era una mala vida, él se sentía inmensamente feliz junto a su esposa e hijo, plenamente realizado con su trabajo y satisfecho con los momentos de ocio. Y así es como recordaba también a su padre y a su abuelo. Pero su hijo…

20

Hielo

Se abrochó los botones del pantalón con torpeza. Pese al abrigo, temblaba de forma incontrolable y la incomodidad añadida de los guantes hacía que se le resbalasen entre los dedos antes de tener oportunidad de introducir cada pieza por su ojal. Había metido en una mochila comida suficiente para todo el tiempo que había pensado que duraría su travesía y se había vestido concienzudamente para soportar el frío que lo azotaría en cuanto cruzase al otro reino. Además, había podido recolectar del bosque todo aquello que había podido identificar como no venenoso.

Aun así, todos sus cálculos habían sido insuficientes.

Caminar por la llanura helada le estaba llevando más tiempo del que habría deseado. Continuamente se veía obligado, empapado por la nieve y el viendo cargado de humedad, a tomar desvíos. Con frecuencia se hundía en montañas de polvo blanco de profundidad variable que se adhería desagradablemente a su ropa y se derretía al contacto con su calor corporal, que notaba desaparecer con el paso de los días.

La soledad y el continuo ulular del viento, que se introducía cortante por cada resquicio libre entre su bufanda y su capucha, y que le hacía llorar y arder los ojos, se hacía cada vez más insoportable. Se sentía desfallecer en su persistente caminata y sentía crecer la desesperación cada vez que paraba. Sin embargo, caminaba con seguridad, consultando una brújula que se había anudado al cuello y disfrutaba en las breves ocasiones en las que un claro nocturno le permitía observar las estrellas, deleitándose en la más absoluta oscuridad del reguero de luces que parecía invitarlo a unirse a su camino.

Eran esos momentos en los que la calma y el silencio, sólo roto por su respiración y el palpitar fervoroso de su joven corazón, los que lo imbuían de fuerzas suficientes para seguir caminando con determinación hacia su destino. La absoluta seguridad ante la imposibilidad del abandono de la empresa que había sentido al emprender la marcha no flaqueaba, aunque su mente, apenas desafiada por la orografía, se expandía, y su corriente de pensamiento saltaba entre cuestiones que nunca había tenido tiempo de preguntarse anteriormente.

Cuando el aire se limpiaba de nubes de nieve, la blancura que se le ofrecía a la vista parecía un desierto de arena descolorida. Se le antojó un paisaje impresionantemente atractivo por su llanura salpicada de elevaciones, dunas que sortear como si sólo fuesen obstáculos colocados a placer para impedir su camino.

19

Madre

Despertó de golpe, incómodo, con una sensación helada en el cuerpo, como si unos dedos salidos de lo más profundo del océano hubieran estado hurgando en su pecho, abriéndose camino hasta su corazón. La presencia de una mano desconocida palpándolo y acariciándolo en la oscuridad y anonimia de la noche le resultaba pavorosa pero hasta cierto punto erótica, incluso… Saltó de la cama y se sacudió, alejando cualquier pensamiento de su cabeza.

Consultó el reloj mientras buscaba algo de ropa que ponerse pero se quedó helado al percatarse de que apenas comenzaba a anochecer y estaba vestido. Se había dejado caer en la cama poco después del mediodía, exhausto tras los últimos exámenes que esperaba realizar en mucho tiempo, y al parecer nadie se había molestado en despertarlo durante la tarde.

La sensación del frío contra su piel se había disipado sin dejar huella, no había sido más que el mismo desagradable recuerdo de las últimas noches. Se preguntó si no estaría relacionado con el brusco e incomprensible cambio que había notado en su madre. Oyó ruidos de pasos y le llegó un leve aroma a perfume. Se asomó al salón y vio a su madre calzándose con prisa.

–Salgo. Hay… cosas en la cocina, ya sabes. Cuida de tu hermana –la mujer hizo un gesto vago con la mano hacia la niña, que jugaba con unos grandes dados con números entre dos sofás.

–¿Otra vez?

–Sí, otra vez. ¿Qué más te da?

–Debería cogerla e irme –se avergonzó inmediatamente de su fallida tentativa de utilizar un tono amenazador que, en realidad, había sonado como un lastimero quejido.

–¿Irte? ¿Y a dónde?

–A cualquier otro sitio.

–Si no eres más que un niño.

–Hay centros de acogida para mujeres maltratadas. Seguro que aceptan niños –escupió él, con su pequeño orgullo herido.

–¿Mujeres maltratadas? Cuánto dramatismo.

–De la forma en la que nos tratas…

–Victor –el tono gélido de su madre le heló la sangre.

–Muy bien. ¿Y qué pasa si quiero salir yo? –decidió cambiar de tema sabiéndose perdedor en aquella batalla verbal absurda.

–Aquí tienes –la mujer hurgó en un cajón, junto a la entrada, y le alargó un trozo de papel garabateado– el número de una niñera. Haz lo que quieras –él, estupefacto, no pudo articular sonido mientras su madre abría la puerta y desaparecía por el pasillo– ¡Adiós!

Tras unos segundos de incomprensión, se acercó a cerrarla bajo la atenta mirada de su hermana.

18

Hielo

Tomó un último aliento, que le provocó punzadas agónicas en los pulmones, y le dedicó ese aire al último esfuerzo consciente del que se vio capaz. Se asió a la roca más cercana para no deslizarse por la pendiente en cuanto perdiese la consciencia mientras se preguntaba de qué le servía, si de todos modos su inevitable destino estaría marcado en el momento en el que cerrase los ojos. El aire era tan frío que notaba la piel agrietarse, sin dolor; y estaba tan cargado de nieve que apenas podía vislumbrar la sombra de sus propias manos, sujetas con dificultad al saliente.

El agotamiento le impidió un arranque de ira y desesperación que habría quemado la poca energía de la que disponía. Sintió levemente cierta pena de sí mismo. ¿Por qué? era lo único en lo que era capaz de centrarse, sólo esas palabras flotaban en su mente de forma intermitente; eran las únicas a las que creyó encontrar cierto sentido, aunque no respuesta.

 

–Te he estado buscando tanto tiempo.

No era la primera vez que oía esa voz o esa misma frase. Se repetía en un bucle infinito a su alrededor, cada vez más cerca, traída por el tiempo y el espacio; y se adhería a su piel como si solamente ella pudiera rescatarlo.

–Te he estado buscando tanto tiempo… Vuelve a mí.

La voz se rompía y aun así emanaba una dulzura apremiante, la ansiedad de ser escuchada. Lo acariciaba incesantemente con sus dedos gastados, y allí donde perdía el contacto las punzadas de dolor provocadas por el frío emergían con crueldad.

Reaccionó con lentitud, con extrañeza; recordaba haberse abandonado a la muerte sin siquiera un último aleteo de falsa victoria y le sorprendía despertar de nuevo. No quiso preguntarse si estaba vivo. Si no lo estaba, se sucederían demasiadas preguntas para su cansado cuerpo y extenuada mente. Quería, en realidad, descansar; pero la voz, eterna y etérea, lo empujó fuera de su ensoñación cuasi febril.

–Te he estado buscando tanto tiempo… Vuelve a mí… No me dejes ahora.

Abrió los ojos sin saber si la voz pertenecía a un cuerpo, apenas atemorizado, y ante sí sólo vio azul. Dos ojos del azul del cielo en una mañana de primavera, brillante y luminosa, cautivadora.

18

Ice

He took one last breath, causing him a deathly stabbing pain in his lungs, and to this air he dedicated the last conscious effort he felt he was capable of. He clung to the nearest rock so he would not slide down the slope as he lost consciousness while asking himself what was the point, if his unavoidable destiny would be marked on the moment he closed his eyes anyway. The air was so cold that he felt his skin chapping, painlessly; and it was so snowy that he could barely glimpse the shadow of his own hands, clasping the outcrop with difficulty.

The exhaustion prevented an outburst of rage and desperation that would have burnt out the little energy he had left. He slightly felt some self-pity. Why? was the only thing he was able to focus on, only this word was floating on his mind intermittently; it was the only one to which he thought he could find some sense, although not an answer.

“I have been looking for you for so long.”

It was not the first time that he had heard that voice or that same sentence. It repeated itself on an infinite loop all around him, closer and closer, brought by time and space; and it stuck to his skin like it was the only thing that could rescue him.

“I have been looking for you for so long… Come back to me.”

The voice broke and still exuded a compelling sweetness, the anxiety to be heard. It incessantly caressed him with its worn fingers and, where it lost contact, the twinges of pain caused by the cold emerged with cruelty.

He reacted slowly, strangely; he remembered having abandoned himself to death without even a last flutter of false victory and was surprised to wake up again. He did not want to wonder if he was alive. If he was not, too many questions would ensue for his tired body and exhausted mind to bear. He actually wanted to rest; but the voice, endless and ethereal, pushed him out of his quasi feverish reverie.

“I have been looking for you for so long… Come back to me… Do not leave me now.”

He opened his eyes without knowing if the voice did actually belong to a body, hardly scared though, and before him he only saw blue. Two blue eyes like the sky on a spring morning, shiny and bright, captivating.