Madre
Un zapato abandonado bajo la lluvia era todo lo que había quedado en la calle tras el paso de las fiestas populares. Un zapato de mujer adornado con una flor de tela sobre la puntera, tumbado y sucio como si la dueña hubiera corrido por el barro provocado por una tormenta que acababa de estallar y lo hubiera perdido en su marcha. Como un personaje de cuento con inciertos valores morales. Una sola gota de sangre se alojaba en su interior, derramada lo largo de la plantilla, testigo de que el olvido del zapato no había sido un accidente jovial.
–¡Zorra mentirosa! –la bofetada había resonado por la plaza casi con la misma intensidad que el insulto, escupido con rabia por un iracundo muchacho.
Víctor echó a correr hacia ellos.
–¡Ocho meses! Y ahora resulta que eres una zorra… ¡lesbiana de mierda!
Las últimas palabras obraron un cambio radical en el gesto de la muchacha y Víctor frenó en seco, a apenas un par de zancadas de distancia de la pareja, alrededor de la cual se empezó a congregar un corrillo de gente. En ese momento, como si los fenómenos atmosféricos hubieran querido dotar el momento de un dramatismo especial, empezó a caer un aguacero sin apenas preaviso.
La chica, cuyo estado de ebriedad no era tan acusado como el de su compañero, se retiró algo de sangre de la cara tras haberse mordido el labio con el golpe y alzó una pierna levemente para dejar el zapato deslizarse por el empeine. Con un movimiento extremadamente rápido y seco le propinó un fuerte, y a juzgar por el alarido sordo del receptor, doloroso rodillazo en la entrepierna.
–¿Qué…?
–¿Pero no estaban saliendo?
–No, ¡qué va! Si lo dejó hace unos días…
–Bueno, tampoco creo yo que sea como para…
–… por una chica.
–Oh.
–Espera, ¿cómo dices?
–Como lo oyes.
–Vaya…
Víctor oyó la conversación de boca de un trío de chicas que pasaron por su lado, se acercaron a la pareja, agarraron a la muchacha por los brazos y se la llevaron cojeando con su pie desnudo. La agrupación se disolvió entre gritos, risas y carreras para resguardarse, pero él permaneció bajo la lluvia unos minutos más y se acercó al chico, que seguía arrodillado en el suelo respirando de forma entrecortada.
–Por lo menos sabes que es lo que te ha pateado el único problema que tiene contigo.
–Gilipollas.
–Venga, que te ayudo, te estás empapando.
–Gracias.