“We are unfashioned creatures, but half made up,
if one wiser, better, dearer than ourselves
– such a friend ought to be –
do not lend his aid to perfectionate our weak and faulty natures”.
Mary Shelley. The Last Man
Shelley estaba en lo cierto cuando hablaba de la necesidad del ser humano de un compañero, un alma gemela. Pero lo que ella nunca le dijo al mundo fue por qué es tan difícil hallar esa conexión, esa unión entre dos almas que todos aspiramos a encontrar, ni por qué es siempre tan corta, tan etérea.
Mientras la llevo acompaño a la ciudad en la barra de mi bicicleta, puedo sentir su cuerpo temblando bajo su vestido de verano. Sus dedos se apoyan en el manillar, a apenas un centímetro de los míos, tamborileando al ritmo de una melodía que también susurra en secreto. No hablamos, pero ambos sabemos que no hace falta.
Sonreímos sin vernos las caras, sabiendo de alguna manera que la otra persona sonríe; coincidencia o conexión, realmente no tiene importancia. Cuando se baja de la bicicleta, casi en el centro de la ciudad, dejándola tan cerca de su destino como he podido convencerla, aquella chica sonríe un instante y trata de decir algo. Los dos nos sonreímos de nuevo y supongo que nuestras caras, siguiendo una tradición repetida miles y miles de veces por nuestra raza, adquieren el tono rojizo del amor adolescente. Su cara cambia aun una última vez, y luego abre su bolso para alcanzar algo, tal vez su teléfono móvil.
Nunca lo vimos venir. Como salido de la nada, el furgón aparece en la escena y se la lleva por delante, haciéndola desaparecer de mi vista. El chillido de los neumáticos al derrapar suena como un millar de personas gritando al mismo tiempo, clavándose en lo más profundo de mis oídos. Durante quince segundos no consigo entender lo que acaba de suceder.
Es suficiente tiempo para que los ocupantes del furgón, siguiendo una especie de ritual ensayado y representado cientos de veces, completen la sencilla tarea de esposarme e introducirme en la parte trasera del furgón, no sin antes recoger el cuerpo de la chica del asfalto.
Luego sólo queda la oscuridad… La celda… Y esa voz que repite las mismas palabras, una y otra vez…
Llevas tanto tiempo encerrado en esta celda que a veces debes preguntarte si realmente valdría la pena volver al mundo exterior. Te entiendo. Las cuatro paredes, el suelo, el techo, los cuatro barrotes que bloquean la diminuta ventana, la cama; se han convertido en elementos tan familiares que ya no puedes imaginar una vida sin ellos.