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A apenas cincuenta metros del tractor, los agentes aceleraron la marcha, con una mezcla de nervios, adrenalina y euforia alimentando sus tensos músculos. La lluvia, sin ninguna intención de amainar, convertía cada una de sus zancadas en pasos inciertos, perdidos; si alguien hubiera tenido la oportunidad de contemplar aquella escena desde el ángulo adecuado, el alocado vaivén de los agentes les habría parecido hasta cómico, dando bandazos de izquierda a derecha, casi tropezando entre ellos, como patos mareados perdidos en un estúpido baile asíncrono.

Simples perros de caza.

Como la locomotora en el cuadro de Turner, Rain, Steam, and Speed, el pelotón atravesó la cortina de lluvia y apareció frente a Eva en un instante. Ella los esperaba allí, de pie, firme como una estaca. Los vio llegar uno a uno, sumidos en aquella caótica danza; sus dieciséis siluetas avanzando lentamente como si aquel segundo fuese eterno.

La percepción del tiempo es increíblemente relativa. Cuando los agentes estaban a apenas cinco metros de distancia, Eva ya se había cansado de verlos llegar; su mirada se había perdido en algún punto más allá de aquellas dieciséis siluetas. Pero para el primero de los agentes, el de más rango, aquellos segundos transcurrieron de forma muy diferente. Desde el momento en el que puso los pies en el barro hasta en el que sus ojos distinguieron la silueta de Eva, Alberto Arnal pareció solo contar un par de segundos. Su mente no tenía tiempo a procesar los suficientes acetatos por segundo para mostrar la escena frente a sus ojos con suficiente claridad.

El recuerdo de la última intervención, apenas dos días antes,  aún permanecía fresco en su mente. Todavía podía sentir el golpe seco de su porra reglamentaria, quebrando las costillas de aquel joven durante el desalojo de un casal ocupado. El chico era el organizador de unas jornadas sobre el movimiento anarquista Catalán; Sergi Mainer, creía recordar que se llamaba. Aquel nombre había ocupado las portadas de todos los periódicos durante el día anterior. Como siempre, la atención había pasado a otros asuntos en cuestión de horas.

Pero esta vez, a él lo recordarían siempre.

Por que aquella mañana, al golpear con su porra a aquella silueta que había caído al suelo, abatida por las pelotas de goma lanzadas por sus compañeros, Alberto Arnal, guiado seguramente por la cocaína que él y otros dos compañeros habían consumido antes de bajar del furgón, acabó con la vida de Eva Bru, una niña de trece años, indefensa y desarmada.

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