44

Hogar

Y echaron a correr. Los dos dieron la primera zancada a la vez aunque sus ritmos variaron de forma muy dispar. Víctor intentó apartarse los rizos de delante de los ojos pero aleteaban sobre su cara como una cortina zarandeada por una ventisca. Se volvió para comprobar que Cian lo seguía pero se quedaba atrás rápidamente, así que aminoró el paso hasta que lo alcanzó.

Y lo cogió de la mano para tirar de él.

Y ante lo absurdo de la escena los dos se echaron a reír. A fin de cuentas, el caballo se acercaba a ellos en línea recta. Trotaba lento, incómodo, como si instintivamente supiese la dirección en la que tenía que galopar pero el camino que recorría no se correspondiese con ella.

Y lo cierto era que no se equivocaba. Aquel camino anteriormente no perceptible en la marea de nieve impoluta se había visto sustituido por un valle de hierba suave sobre un lecho de tierra esponjosa y fértil que salpicaba acariciando, cálida, las patas del animal a cada salto. Sin duda alguna, aquella sensación era infinitamente más agradable que la humedad permanente que se empeñaba en erizarle el pelo e introducirse por su piel para herirlo como si innumerables avispas invisibles lo aguijoneasen con crueldad.

Y mantuvo el trote que su jinete, también desconcertado, le imponía. En la lejanía comenzaron a agrandarse dos figuras, dos muchachos que corrían en su dirección a trompicones, uno tirando del otro, mientras jadeaban y se reían a la vez.

Y cuando estuvieron lo suficientemente cerca, les indicaron que parasen. El jinete no daba crédito a lo que veía. Al contrario de lo que había creído una vez que había tenido uso de razón, aquellas leyendas que habían poblado la historia de su familia acababan de tomar cuerpo en un ser real, de carne y hueso, que le sonreía sin aliento a los pies de su caballo, con las mejillas arreboladas y vestido con ropas muy anticuadas y que parecía elucubrar si debía o no sucumbir a la tentación de tocar al caballo. El animal eligió por él.

Y apoyó su enorme cabeza sobre su hombro. Irónicamente, el jinete se quedó helado.

Y de su boca sólo salió una palabra entrecortada.

–Sin… inen…

–¡Sininen! –Cian se giró hacia Víctor sin que el caballo se inmutase.

–¿Qué?

–Mi nombre. Sininen: ese es mi nombre…

–¿¿Qué??

43

Hielo

El último habitante había fallecido unos días atrás. Había intentado atenderlo en sus últimos días ya que apenas era capaz de moverse, pero se había negado. La anciana, que le había recordado a la anciana tía de su madre, lo había despachado airada, con una violencia inusitada para un cuerpo decrépito como el suyo. Y ahora él, que era menos que un habitante porque se consideraba menos que una persona, reinaba sobre una planicie vacía que no era más que tierra y montañas cubiertas de hielo y viento. En ese momento ya nada tenía sentido.

Salió del cementerio y emprendió la marcha de vuelta al castillo en lo que, lo sabría mucho más tarde, sería su última visita al pueblo en el que había crecido. El peso del hielo y la violencia de las nevadas y granizadas habían derrumbado la mayor parte de los tejados y paredes de las casas a lo largo de los años, cuyas ruinas habían sido cubiertas helada tras helada. A su paso se abría a uno y a otro lado un paraje uniforme de blancura y frío, testigo de una cruda batalla que había ganado el tiempo.

Conforme se alejaba de todo rastro de civilización pudo observar los troncos de algunos árboles, emergiendo de la nieve como brazos de nadador, conformando un camino tortuoso y fracasado de supervivencia. Supuso que tal visión provocaría tristeza, aquello que Kai le había descrito como una sensación espesa que nacía en el interior del pecho e iba cubriéndolo todo a su paso como una inundación pegajosa y densa, cerrándole el acceso a la garganta y amenazando con emerger a torrentes por los ojos.

Se llevó una mano al cuello al recordar sus drásticos métodos para hacerle sentir los efectos físicos de aquellos sentimientos que él no podía compartir. Se había percatado de que la mayor parte de las emociones provocaban sensaciones tanto en el sistema digestivo como en el respiratorio. En una ocasión se había atragantado de forma muy severa al querer tragar sin haber apenas masticado un pedazo excesivamente grande de pan demasiado seco, lo cual Kai había utilizado para ejemplificar el dolor que la tristeza de la que le había hablado le había dejado en la garganta. Tras inquirir, acto seguido, acerca de la ansiedad, el muchacho había envuelto su cuello con ambas manos y había apretado hasta dejarlo sin respiración.

42

Hielo

La tormenta cedía a cada uno de sus pasos conforme avanzaba por la nieve. Resbaló en más de una ocasión porque apenas recordaba el sustrato terroso que subyacía bajo las innumerables capas de hielo que habían cubierto aquel terreno durante años. Avanzó, de todos modos, en línea recta, vislumbrando ocasionalmente aquella figura vestida de negro que había visto avanzar en la lejanía desde hacía días. Al principio no había sabido cómo interpretarlo. ¿Quién tendría interés en internarse en su reino, cubierto de hielo desde que los antecesores de los actuales habitantes de reinos colindantes tenían memoria? No dudaba de que alguno lo hubiera intentado, pero sabía que nadie había llegado tan lejos en su camino, tan cerca a él.

La respuesta lógica era, pues, que quien fuese venía a recuperar aquello que él había robado. No era la dueña de las flores, de eso estaba seguro, él mismo sabía lo que se sentía, o más bien lo que no se sentía, estando vacío por dentro y, desde luego, no era ansia ni interés por recobrar lo perdido. Cuando lo tuvo lo suficientemente cerca, se estremeció al reconocer al hijo, el muchacho que lo había hecho recordar a Kai.

Lo vio tropezar, caer y volver a levantarse en numerosas ocasiones, mostrando una tenacidad y constancia titánicas, quizá producto de la desesperación hasta que, en plena subida hasta el castillo había desaparecido repentinamente. Apuró la marcha hacia el punto en el que había dejado de verlo y el viento cargado de nieve transportó sus palabras de aliento. Notó encogérsele el corazón en lo que supuso que sería preocupación, agarrándose a su pecho como una pequeña porción de un miedo paralizador.

Te he estado buscando tanto tiempo

Lo encontró agarrado a un saliente de roca, exhausto y frío, con lágrimas congeladas alrededor de unos ojos que luchaban por mantenerse al menos entreabiertos y que se clavaron en los suyos como si estuviesen decidiendo qué clase de alucinación tenían delante.

Le dio una mano para se incorporara, se pasó su brazo por los hombros y lo ayudó a caminar sujetándolo por la cintura. Podría haber cargado con él, que le pareció excesivamente liviano, pero habría disminuido su equilibrio demasiado como para no caer en los recodos resbaladizos entre las rocas.

41

Madre

Un zapato abandonado bajo la lluvia era todo lo que había quedado en la calle tras el paso de las fiestas populares. Un zapato de mujer adornado con una flor de tela sobre la puntera, tumbado y sucio como si la dueña hubiera corrido por el barro provocado por una tormenta que acababa de estallar y lo hubiera perdido en su marcha. Como un personaje de cuento con inciertos valores morales. Una sola gota de sangre se alojaba en su interior, derramada lo largo de la plantilla, testigo de que el olvido del zapato no había sido un accidente jovial.

–¡Zorra mentirosa! –la bofetada había resonado por la plaza casi con la misma intensidad que el insulto, escupido con rabia por un iracundo muchacho.

Víctor echó a correr hacia ellos.

–¡Ocho meses! Y ahora resulta que eres una zorra… ¡lesbiana de mierda!

Las últimas palabras obraron un cambio radical en el gesto de la muchacha y Víctor frenó en seco, a apenas un par de zancadas de distancia de la pareja, alrededor de la cual se empezó a congregar un corrillo de gente. En ese momento, como si los fenómenos atmosféricos hubieran querido dotar el momento de un dramatismo especial, empezó a caer un aguacero sin apenas preaviso.

La chica, cuyo estado de ebriedad no era tan acusado como el de su compañero, se retiró algo de sangre de la cara tras haberse mordido el labio con el golpe y alzó una pierna levemente para dejar el zapato deslizarse por el empeine. Con un movimiento extremadamente rápido y seco le propinó un fuerte, y a juzgar por el alarido sordo del receptor, doloroso rodillazo en la entrepierna.

–¿Qué…?

–¿Pero no estaban saliendo?

–No, ¡qué va! Si lo dejó hace unos días…

–Bueno, tampoco creo yo que sea como para…

–… por una chica.

–Oh.

–Espera, ¿cómo dices?

–Como lo oyes.

–Vaya…

Víctor oyó la conversación de boca de un trío de chicas que pasaron por su lado, se acercaron a la pareja, agarraron a la muchacha por los brazos y se la llevaron cojeando con su pie desnudo. La agrupación se disolvió entre gritos, risas y carreras para resguardarse, pero él permaneció bajo la lluvia unos minutos más y se acercó al chico, que seguía arrodillado en el suelo respirando de forma entrecortada.

–Por lo menos sabes que es lo que te ha pateado el único problema que tiene contigo.

–Gilipollas.

–Venga, que te ayudo, te estás empapando.

–Gracias.

40

Flores

–Te traeré algo de comer.

–No, espera, puedo… ­–Víctor se afanó en deshacerse de las numerosas mantas que lo cubrían para saltar de la cama y seguirlo, pero él ya se había marchado.

Con un suspiro de frustración se levantó con dificultad y se asomó a la puerta sin atreverse a salir de la habitación. Conforme se había ido acercando al castillo su tamaño había ido aumentando hasta convertirse en una inmensa mole de piedra cubierta de hielo donde perderse parecía la opción más probable de ser un desconocido el que se pasease por sus pasillos. Las formas que se adivinaban bajo toda el agua y nieve que se había congelado en su superficie indicaban un continuo proceso de crecimiento del edificio a lo largo de su vida habitada, quizá en un muy lejano pasado en el que el verde fuese lo que dominase la vista en vez de aquel blanco casi infinito.

Víctor, inseguro aún de haber despertado, se preguntó qué había sucedido. Recordaba haberse abandonado a una muerte segura en cuyos últimos estertores de vida había alucinado un rescate por un ente abstracto dotado de ojos. Si estaba vivo y despierto en ese momento, el hecho de que aquel hombre, o muchacho, o lo que fuese, fuera el dueño de semejantes ojos significaba que un habitante de aquel lugar donde parecía imposible la vida lo había visto y había acudido en su ayuda. Recordaba haber oído su voz pero no acertaba a rememorar las palabras exactas que había pronunciado, aunque sí la leve sensación vigorizante que le habían causado. Tras días de la más absoluta soledad en aquel entorno tan extremo el contacto humano le había sido imposible de creer. Se sorprendió de la rapidez con la que se había adaptado al frío y al aislamiento.

Oyó un tintineo acercarse a la puerta y se dejó caer en la cama. Seguía dudando de que sólo hubiese un habitante en aquel reino, pero no saber si aquel que lo había rescatado era quien había provocado aquel gesto desesperado de locura en pos de la salvación de su madre lo hizo recibir al joven con un escepticismo creciente. Aun así, le agradó verlo entrar con una bandeja cargada de alimentos frescos cuyo aspecto se le antojó inusualmente delicioso. Sin mediar palabra se bebió todo el vino y el agua y devoró todo aquello que pudo antes de que le empezase a doler el estómago.

–He estado días buscándote –comentó el hombre, sentado a su lado, y le retiró los rizos de la cara con una caricia helada cargada de preocupación que hizo a Víctor acelerársele el corazón.

Lo miró estupefacto mientras masticaba y tragaba un pedazo de queso sin poder evitar recordar a su hermana, pero antes de poder decir nada volvió a hablar.

–¿Cómo te llamas?

39

Flores

Esparció la tierra nueva por la maceta con cuidado, como si intentase depositar cada partícula con delicadeza sobre las demás, y la mezcló con la tierra más seca con un pequeño rastrillo de mano, lentamente, dibujando figuras en arcos que entrelazaba entre sí. Arrodillado en el jardín bajo un sol deslumbrante sintió con satisfacción las gotas de sudor deslizarse por su piel, empapándole la camiseta. Apenas había permanecido unas semanas en el Reino de Hielo, pero su percepción del mundo exterior se había alterado sustancialmente. Notaba todo de forma más consciente, ya no dando por hecho lo que lo rodeaba como hasta hacía poco.

Retiró la planta de la maceta en la que la había comprado, cuyo tamaño se había vuelto demasiado escaso, y la colocó en el hueco que había abierto con las manos desnudas en la tierra para integrarla en su nuevo entorno. No le importó ensuciarse y, cuando el trabajo estuvo terminado, se sentó sobre sus piernas y observó distraídamente las partículas marrones y negras atrapadas entre sus uñas y la piel de los dedos.

Nunca había mostrado un interés en la horticultura semejante al de su hermana, le resultaba mucho más interesante el proceso de crecimiento de las otras plantas y árboles, de cuyo fruto obtendría más adelante alimento. No dejaba de fascinarle el hecho de que lo que era en realidad aquello creado para proteger la pervivencia de las semillas de las plantas era lo que precisamente él comía como fruta.

Lo que había comenzado como la forma de su madre de ponerlos a los dos en contacto con la naturaleza se había convertido en una afición que disfrutaba con constancia, día tras día, ampliando, modificando y experimentando con la esperanza de crear algo diferente, algo nuevo y mejor. La idea que llevaba días rondando por las profundidades de su confusa mente tomó de pronto una forma definida, perdiendo los bordes imprecisos que la habían llevado a diluirse con el caudaloso torrente de sus pensamientos.

Sin pensarlo demasiado se colocó una mano sobre el pecho y extrajo una flor en lo que había pensado que sería un proceso doloroso y la sostuvo como si se tratase del objeto más preciado que existía. Para él, en ese momento, lo era. Así como acababa de plantar unas flores con la esperanza de que creciesen y, en cierto momento, se reprodujesen, pensó si podría lograr lo mismo con aquella flor.

38

Madre

 –Preferiría que salieras con alguien con un nombre más bonito.

–¿Más bonito? ¿Cómo cuál?

–Azul.

–Azul no es un nombre, es un color.

–Es el nombre del color.

–Sí –sabía de la fase de los niños de querer saber el porqué de las cosas, su razonamiento lógico, pero en el caso de su hermana esa fase se había extendido excesivamente en el tiempo.

–Si el color puede llamarse «azul», ¿por qué no se puede llamar una persona Azul?

–Creo que las cosas no funcionan así.

–¿Por qué? –ahí estaba, «¿por qué?»; Víctor había llegado a odiar esa comunión terrible de palabras sin sentido, sabiendo que en ningún momento la respuesta podía ser «porque sí», jamás.

–Hay nombres de persona y hay nombres de cosas. No… –se atajó a tiempo, «no lo sé» era otra respuesta potencialmente peligrosa, ¿qué clase de persona mayor y figura de autoridad podía no saber algo?, y contraatacó con otra pregunta– ¿Por qué «azul»?

–Es mi color favorito.

–Ah…

–¿No te gusta?

–Sí, claro, es un color como cualquier otro.

–Como nombre –al contrario que la mayoría de los niños y muchos adultos, ella no perdía el hilo de su conversación, tenía las ideas claras y fijas en la cabeza, y cuando le asaltaba una duda no podía no empeñarse en resolverla.

–Pues… no me parece muy apropiado para una chica, ¿no?

–No. Pero para un chico sí. Es nombre de chico –decidió y sentenció en ese momento.

–Ya. Pero yo no puedo salir con un chico.

–¿Por qué?

–Yo ya soy un chico –Víctor se sintió desfallecer, como cuando la niña le había preguntado sobre los temas que más dificultad le ofrecían al hablar: el sexo y la muerte.

–¿Y por eso no puedes salir con un chico?

–Sí.

–¿No te gustan los chicos? –Cristina acababa de descubrir un mundo nuevo en el continuum de los gustos, para ella sólo las cosas malas eran dignas de desprecio.

–Pues no.

37

Flores

La mesa, como casi todo el mobiliario de aquel lugar, era de piedra. De piedra eran, evidentemente, las paredes, suelos y techos, pero también las mesas, las estanterías, las repisas, los bancos para sentarse… Víctor no creía que el aspecto de aquel sitio hubiese cambiado sustancialmente desde hacía mucho tiempo. Por fuera permanecía parcialmente cubierto de una generosa capa de hielo, y por dentro se apreciaban las marcas que los charcos del agua descongelada dejaban. Oía, en la lejanía, goteos del hielo que se deshacía lentamente.

–¿Y ahora, qué?

–No, no; sigue removiendo, que se te va a pegar –Víctor sintió la tentación de suplir el puesto del Príncipe ante los fogones, pero éste había expresado su intención de hacerlo él solo ya que, a fin de cuentas y aunque no deseado, Víctor era su invitado.

–Una vez que hierva todo un poco, lo retiras del fuego. Y ya está.

Con la temperatura creciente, el cargamento de comida que había recibido apenas unos días antes de su rescate había empezado a mostrar signos de prematura podredumbre, por lo que el Príncipe había decido hacer algo con toda la fruta a la vez. Víctor recordó las meriendas que le preparaba a su hermana, fuente de festines a los que los fines de semana se había solido unir su madre, complacida de la preferencia de sus hijos por una alimentación bastante sana.

El Príncipe revolvió con entusiasmo el puré de frutas que había resultado tras la primera cocción y triturado, de aspecto amarronado, hasta que empezaron a formarse burbujas de creciente tamaño, que al explotar en la superficie lanzaban pequeñas gotas de masa ardiente cada vez a más altura y distancia.

–Cuidado, no te quemes –Víctor repitió mecánicamente las palabras que con tanta frecuenta tanto él como su madre habían pronunciado en numerosas ocasiones en cuanto alguien se ponía frente al fuego, pero él se limitó a sonreír y, tras unos pocos segundos más, retiró la olla del fuego y colocó otra con agua.

La curiosidad del Príncipe por transformar aquellas cosas que, a su vez, ya se estaban transformando inevitablemente en otras, lo tenía perplejo; a él la cocina no le había generado nunca ningún interés especial.