19

Madre

Despertó de golpe, incómodo, con una sensación helada en el cuerpo, como si unos dedos salidos de lo más profundo del océano hubieran estado hurgando en su pecho, abriéndose camino hasta su corazón. La presencia de una mano desconocida palpándolo y acariciándolo en la oscuridad y anonimia de la noche le resultaba pavorosa pero hasta cierto punto erótica, incluso… Saltó de la cama y se sacudió, alejando cualquier pensamiento de su cabeza.

Consultó el reloj mientras buscaba algo de ropa que ponerse pero se quedó helado al percatarse de que apenas comenzaba a anochecer y estaba vestido. Se había dejado caer en la cama poco después del mediodía, exhausto tras los últimos exámenes que esperaba realizar en mucho tiempo, y al parecer nadie se había molestado en despertarlo durante la tarde.

La sensación del frío contra su piel se había disipado sin dejar huella, no había sido más que el mismo desagradable recuerdo de las últimas noches. Se preguntó si no estaría relacionado con el brusco e incomprensible cambio que había notado en su madre. Oyó ruidos de pasos y le llegó un leve aroma a perfume. Se asomó al salón y vio a su madre calzándose con prisa.

–Salgo. Hay… cosas en la cocina, ya sabes. Cuida de tu hermana –la mujer hizo un gesto vago con la mano hacia la niña, que jugaba con unos grandes dados con números entre dos sofás.

–¿Otra vez?

–Sí, otra vez. ¿Qué más te da?

–Debería cogerla e irme –se avergonzó inmediatamente de su fallida tentativa de utilizar un tono amenazador que, en realidad, había sonado como un lastimero quejido.

–¿Irte? ¿Y a dónde?

–A cualquier otro sitio.

–Si no eres más que un niño.

–Hay centros de acogida para mujeres maltratadas. Seguro que aceptan niños –escupió él, con su pequeño orgullo herido.

–¿Mujeres maltratadas? Cuánto dramatismo.

–De la forma en la que nos tratas…

–Victor –el tono gélido de su madre le heló la sangre.

–Muy bien. ¿Y qué pasa si quiero salir yo? –decidió cambiar de tema sabiéndose perdedor en aquella batalla verbal absurda.

–Aquí tienes –la mujer hurgó en un cajón, junto a la entrada, y le alargó un trozo de papel garabateado– el número de una niñera. Haz lo que quieras –él, estupefacto, no pudo articular sonido mientras su madre abría la puerta y desaparecía por el pasillo– ¡Adiós!

Tras unos segundos de incomprensión, se acercó a cerrarla bajo la atenta mirada de su hermana.

18

Hielo

Tomó un último aliento, que le provocó punzadas agónicas en los pulmones, y le dedicó ese aire al último esfuerzo consciente del que se vio capaz. Se asió a la roca más cercana para no deslizarse por la pendiente en cuanto perdiese la consciencia mientras se preguntaba de qué le servía, si de todos modos su inevitable destino estaría marcado en el momento en el que cerrase los ojos. El aire era tan frío que notaba la piel agrietarse, sin dolor; y estaba tan cargado de nieve que apenas podía vislumbrar la sombra de sus propias manos, sujetas con dificultad al saliente.

El agotamiento le impidió un arranque de ira y desesperación que habría quemado la poca energía de la que disponía. Sintió levemente cierta pena de sí mismo. ¿Por qué? era lo único en lo que era capaz de centrarse, sólo esas palabras flotaban en su mente de forma intermitente; eran las únicas a las que creyó encontrar cierto sentido, aunque no respuesta.

 

–Te he estado buscando tanto tiempo.

No era la primera vez que oía esa voz o esa misma frase. Se repetía en un bucle infinito a su alrededor, cada vez más cerca, traída por el tiempo y el espacio; y se adhería a su piel como si solamente ella pudiera rescatarlo.

–Te he estado buscando tanto tiempo… Vuelve a mí.

La voz se rompía y aun así emanaba una dulzura apremiante, la ansiedad de ser escuchada. Lo acariciaba incesantemente con sus dedos gastados, y allí donde perdía el contacto las punzadas de dolor provocadas por el frío emergían con crueldad.

Reaccionó con lentitud, con extrañeza; recordaba haberse abandonado a la muerte sin siquiera un último aleteo de falsa victoria y le sorprendía despertar de nuevo. No quiso preguntarse si estaba vivo. Si no lo estaba, se sucederían demasiadas preguntas para su cansado cuerpo y extenuada mente. Quería, en realidad, descansar; pero la voz, eterna y etérea, lo empujó fuera de su ensoñación cuasi febril.

–Te he estado buscando tanto tiempo… Vuelve a mí… No me dejes ahora.

Abrió los ojos sin saber si la voz pertenecía a un cuerpo, apenas atemorizado, y ante sí sólo vio azul. Dos ojos del azul del cielo en una mañana de primavera, brillante y luminosa, cautivadora.

11

Mientras descendía por la ladera, Francesc comenzó a pensar con más claridad. Eran él y la oscuridad, como ciegos amantes intentando verse el uno al otro, palpándose los cuerpos como animales perdidos. Los latidos de su corazón eran lo único que podía oír, rápidos como los de un caballo en pleno trote, como queriendo salir de su pecho de un momento a otro.

Por primera vez en mucho tiempo, se concentró en apreciar la simple e indiscutible verdad por el silencio, tan enorme y claro en aquella larga noche. Allí, entre rocas y vegetación, aquel silencio se le entregó totalmente, envolviéndole con un mudo abrazo. Se le abrieron los oídos a todos esos otros sonidos misteriosos cuya existencia siempre había desconocido.

Aquellos eran sonidos escondidos en lo más profundo de su ser, atrapados entre latido y latido de su corazón, o simplemente ocultos tras el gutural sonido producido por su saliva al tragar. La mayoría de aquellos sonidos eran prácticamente inaudibles, fácilmente ahogados por el rumor de su estómago en las largas horas de ayuno, o el chirriar de sus dientes en momentos de extenuante esfuerzo físico.

Ruidos que habitaban los más oscuros y profundos rincones de su cuerpo, y que ahora por fin alcanzaba a distinguir. Fue sólo en aquel momento, concentrado en esas débiles ondas y vibraciones que acariciaban sus oídos, que finalmente fue capaz de oírla; tenía la voz más hermosa que jamás antes había oído.

“Prefiero no decirte mi nombre”, dijo aquella voz femenina, salida de la nada. “Tengo miedo de que todo lo que acaba de empezar pueda desaparecer en el momento en que lo haga. Lo he visto suceder muchas veces antes”

Francesc no comprendió entonces el porqué de aquella precaución. Nunca acabaría de comprenderlo. Años más tarde, sin embargo, en su lecho de muerte, Francesc confesó que aquel día, se había entregado en cuerpo y alma a la dueña de aquella misteriosa voz. Jamás volvió a pensar en nadie más. Se prometió a sí mismo que la amaría para siempre en silencio. Y eso hizo. Dedicó el resto de sus días a servir a una mujer a la que nunca podría ver.

Allí, entre rocas y vegetación, aquella bella chica también se le entregó totalmente, en silencio, envolviéndole con un mudo abrazo.