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La oscuridad se cierne sobre nosotros como un viejo manto tejido durante el principio de los tiempos, un telón infinito e inescrutable. Desde bien niños, aprendemos a huir de ella, a evitar las negras garras que aguardan en los rincones prohibidos de nuestros hogares: bajo la cama, en el desván… Y cuando llega la noche, nos refugiamos en el cobarde escondite del sueño, salvados por cientos de cuentos que alguien nos susurra antes de dormir.

Y pasan los años y todo cambia.

Una valentía irracional, alimentada por la inconsciencia adolescente, ocupa ese lugar sagrado en el que antaño reinó el temor. Experimentamos, jugamos, creemos ser héroes, nos adentramos sin pensar en esos oscuros rincones evitados en la infancia. Danzamos junto al negro corazón de la oscuridad, embriagados por el delicioso elixir de un miedo controlado. En ese instante mágico nada puede pararnos; nunca volveremos a sentirnos tan vivos.

Pero pasan las décadas y todo vuelve a cambiar.

Por que la noche sigue siendo la noche, y al fin al cabo, es muy difícil destronar a la reina de la oscuridad. Ella sigue esperando, paciente, ocultando sus garras y contando los días que faltan para que llegue el momento adecuado, ese momento en el que, arrepentidos, volveremos a evitar esos rincones oscuros. El miedo ya no llega al mirar bajo la cama, tampoco al subir al desván. El nuevo miedo llega de la mano de la noche, cuando comprendemos que la oscuridad está encerrada en lo más profundo de nuestras almas. La oímos rugir, palpitar en constante estado de ebullición; está ansiosa por despertar.

Y es precisamente esa profunda oscuridad, donde nacen nuestros verdaderos miedos, la que sirve de escondite a todos esos monstruos modernos, los de carne y hueso, los que conviven con el ciudadano de a pie. Crecen aprendiendo de nuestros temores; se alimentan de nuestro terror en una sociedad que les apoya e idolatra. La mayoría llegan a puestos de responsabilidad, gobiernan naciones, caminan impunes y arrogantes, rodeados del lujo más absoluto, invaden nuestros televisores. Durante la noche, su refugio sigue siendo el mismo: la oscuridad. Allí se sienten seguros, protegidos, rodeados de otros monstruos de su misma clase.

Pero no cuentan con que no están solos. Alguien lleva tiempo vigilándolos de cerca. Un alma fuerte y joven, pura, sin pervertir. Un alma que lleva cerca de un siglo observándolos. Francesc Bastida sigue esperando, paciente, ocultando sus garras y contando los días que faltan para que llegue el momento adecuado.

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Al oír el ya familiar silbido del misil, Francesc ni siquiera tiene tiempo de pensar. La explosión lo arranca de su silla y lo sacude como un muñeco, entre paredes que se desmoronan y muebles que se deshacen como papel en una hoguera. Unos segundos más tarde, descubre la verdad sobre ese último instante que precede a la muerte; casi sonríe al ver lo equivocados que estaban todos al decir que tu vida entera pasa por delante de tus ojos . La realidad es que no hay tiempo para nada de eso; la muerte es mucho más rápida, más práctica, más simple.

Mientras vuela por los aires entre infinitos fragmentos de lo que segundos antes había sido su hogar, Francesc comprende de pronto que todo ha terminado. Hay un ínfimo instante en el que lo invade la confusión, en el que incluso siente miedo, pero no es nada más que un instante. Nada puede sentir un cuerpo que ya no le pertenece, un cuerpo que cae en la calzada de la calle Banyoles como una cometa agujereada.

Ahora puede observar la acción una y otra vez, con ojos que su nuevo ser se inventa, reproduciendo cada instante con una mente que ya no posee. Incluso intenta simular la tristeza que se siente al ver una vida acabarse tan pronto, pero ya no puede. Otros sentirán esa tristeza por él. Su madre, su padre, sus compañeros de clase, su tía Gabriela… Pero no su hermano Daniel. Él es tan sólo un niño de cuatro años que pronto olvidará que tuvo un hermano mayor. Le extrañará su ausencia al principio, quizá le echara de menos un tiempo, pero acabará creciendo sin recordarlo, y de pronto eso le duele. La última sensación que puede extraerle al cuerpo que yace marchito es una tremenda punzada de dolor. Un dolor intenso, profundo, infinito, latente. Un latido por cada segundo, cada minuto, y cada hora que alguien le acaba de robar. Querría llorar, gritar, maldecir con rabia a ese alguien que ni siquiera conoce.

Los primeros curiosos se acercan a la escena. Una señora se detiene un segundo a mirarlo; llora impotente. Un joven trepa sobre los escombros, gritando en búsqueda de posibles supervivientes entre las ruinas. Un abuelo que vive a solo dos bloques maldice en catalán; maldice al caudillo, al ejército nacional, a la aviación italiana.

Lloran, gritan, maldicen.

Pero Francesc Bastida ya no puede hacer nada…