40

Flores

–Te traeré algo de comer.

–No, espera, puedo… ­–Víctor se afanó en deshacerse de las numerosas mantas que lo cubrían para saltar de la cama y seguirlo, pero él ya se había marchado.

Con un suspiro de frustración se levantó con dificultad y se asomó a la puerta sin atreverse a salir de la habitación. Conforme se había ido acercando al castillo su tamaño había ido aumentando hasta convertirse en una inmensa mole de piedra cubierta de hielo donde perderse parecía la opción más probable de ser un desconocido el que se pasease por sus pasillos. Las formas que se adivinaban bajo toda el agua y nieve que se había congelado en su superficie indicaban un continuo proceso de crecimiento del edificio a lo largo de su vida habitada, quizá en un muy lejano pasado en el que el verde fuese lo que dominase la vista en vez de aquel blanco casi infinito.

Víctor, inseguro aún de haber despertado, se preguntó qué había sucedido. Recordaba haberse abandonado a una muerte segura en cuyos últimos estertores de vida había alucinado un rescate por un ente abstracto dotado de ojos. Si estaba vivo y despierto en ese momento, el hecho de que aquel hombre, o muchacho, o lo que fuese, fuera el dueño de semejantes ojos significaba que un habitante de aquel lugar donde parecía imposible la vida lo había visto y había acudido en su ayuda. Recordaba haber oído su voz pero no acertaba a rememorar las palabras exactas que había pronunciado, aunque sí la leve sensación vigorizante que le habían causado. Tras días de la más absoluta soledad en aquel entorno tan extremo el contacto humano le había sido imposible de creer. Se sorprendió de la rapidez con la que se había adaptado al frío y al aislamiento.

Oyó un tintineo acercarse a la puerta y se dejó caer en la cama. Seguía dudando de que sólo hubiese un habitante en aquel reino, pero no saber si aquel que lo había rescatado era quien había provocado aquel gesto desesperado de locura en pos de la salvación de su madre lo hizo recibir al joven con un escepticismo creciente. Aun así, le agradó verlo entrar con una bandeja cargada de alimentos frescos cuyo aspecto se le antojó inusualmente delicioso. Sin mediar palabra se bebió todo el vino y el agua y devoró todo aquello que pudo antes de que le empezase a doler el estómago.

–He estado días buscándote –comentó el hombre, sentado a su lado, y le retiró los rizos de la cara con una caricia helada cargada de preocupación que hizo a Víctor acelerársele el corazón.

Lo miró estupefacto mientras masticaba y tragaba un pedazo de queso sin poder evitar recordar a su hermana, pero antes de poder decir nada volvió a hablar.

–¿Cómo te llamas?

39

Flores

Esparció la tierra nueva por la maceta con cuidado, como si intentase depositar cada partícula con delicadeza sobre las demás, y la mezcló con la tierra más seca con un pequeño rastrillo de mano, lentamente, dibujando figuras en arcos que entrelazaba entre sí. Arrodillado en el jardín bajo un sol deslumbrante sintió con satisfacción las gotas de sudor deslizarse por su piel, empapándole la camiseta. Apenas había permanecido unas semanas en el Reino de Hielo, pero su percepción del mundo exterior se había alterado sustancialmente. Notaba todo de forma más consciente, ya no dando por hecho lo que lo rodeaba como hasta hacía poco.

Retiró la planta de la maceta en la que la había comprado, cuyo tamaño se había vuelto demasiado escaso, y la colocó en el hueco que había abierto con las manos desnudas en la tierra para integrarla en su nuevo entorno. No le importó ensuciarse y, cuando el trabajo estuvo terminado, se sentó sobre sus piernas y observó distraídamente las partículas marrones y negras atrapadas entre sus uñas y la piel de los dedos.

Nunca había mostrado un interés en la horticultura semejante al de su hermana, le resultaba mucho más interesante el proceso de crecimiento de las otras plantas y árboles, de cuyo fruto obtendría más adelante alimento. No dejaba de fascinarle el hecho de que lo que era en realidad aquello creado para proteger la pervivencia de las semillas de las plantas era lo que precisamente él comía como fruta.

Lo que había comenzado como la forma de su madre de ponerlos a los dos en contacto con la naturaleza se había convertido en una afición que disfrutaba con constancia, día tras día, ampliando, modificando y experimentando con la esperanza de crear algo diferente, algo nuevo y mejor. La idea que llevaba días rondando por las profundidades de su confusa mente tomó de pronto una forma definida, perdiendo los bordes imprecisos que la habían llevado a diluirse con el caudaloso torrente de sus pensamientos.

Sin pensarlo demasiado se colocó una mano sobre el pecho y extrajo una flor en lo que había pensado que sería un proceso doloroso y la sostuvo como si se tratase del objeto más preciado que existía. Para él, en ese momento, lo era. Así como acababa de plantar unas flores con la esperanza de que creciesen y, en cierto momento, se reprodujesen, pensó si podría lograr lo mismo con aquella flor.

39

Ever wonder if it’s forever, the moment passes,
but I feel you now, all the way down…

Biffy Clyro “All the Way Down”

Parecíamos ser siempre los primeros en rescatar cada disco de las tiendas. Y digo rescatar, porque ninguno de los dependientes de las tiendas de discos que frecuentábamos, por muy amante de la música que fuera, podía nunca llegar a tratar aquellas pequeñas cajas cuadradas con el mismo cariño que nosotros.

A decir verdad, probablemente nunca fuimos los primeros. El tipo de álbum que perseguíamos, de bandas independientes norteamericanas o inglesas, no llegaba al centro comercial del pueblo hasta semanas después de publicarse en su país de origen.

Era entonces cuando la Barcelona de finales de los noventa se convertía en nuestro pequeño paraíso en la tierra, un paraíso con epicentro en la calle Tallers, la fuente inagotable de lo único que nos importaba en la vida: la música. Tiendas como Revólver, discos Castellò, o Arise, guardaban esas pequeñas joyas que tanto deseábamos conseguir.

El ritual del estreno de un disco era siempre el mismo, pero cada una de las repeticiones se convertía en un momento único, casi tan único como cada disco. Recuerdo los nervios al abrir el envoltorio de plástico, al oler el papel del libreto por primera vez, al leer la poesía en sus letras sin haber escuchado aún las canciones. Pero el verdadero momento mágico llegaba con la primera escucha del tema que abría cada álbum.

“It’s My Job to Keep Punk Rock Elite” del ‘So Long and Thanks for All the Shoes’ de NOFX,  “Feticeira”, del ‘White Pony de Deftones, Panic”, del ‘Launched de Beatsteaks, “Glitter and Trauma”, del disco bajo el mismo nombre de Biffy Clyro… La lista es infinita.

Teníamos una manera diferente de entender la música. Nos mirábamos sin decirnos nada – diciéndolo todo al mismo tiempo – mientras las primeras notas salían de los enormes altavoces negros de aquellos años. Nos sentíamos superiores al resto del mundo por encontrar matices escondidos en cada tema, astutas triquiñuelas ocultas en la magia de cada ritmo, en la maestría de un inesperado cambio de tono, en aquellos estribillos llenos de poesía que le reventaban a uno el alma.

Quizá llegue el día en el que el tiempo nos demuestre que nunca fuimos tan especiales, que al contrario de lo que siempre habíamos pensado, no éramos más que simples organismos que se desmontan con la configuración de notas adecuada…

Tan frágiles…

El alma hirviendo con cada acorde, la mente en plena efervescencia descifrando letras de canciones imposibles.

Aquellas tardes tumbado en la cama, con la música golpeando nuestros tímpanos, sonando a un volumen demencial.

Y nuestros ojos en blanco, sumidos en una especie de trance inexplicable. Esas ganas de gritar contenidas camufladas tras cada instrumento.

La tarima de goma negra del escenario, la luz amarillenta de las válvulas. Sentir que el escalofrío que una vez recorrió tu piel aún sigue ahí, interminable.

Quizá llegue el día en el que el tiempo nos demuestre que nunca fuimos tan especiales…

Quizá…

38

Madre

 –Preferiría que salieras con alguien con un nombre más bonito.

–¿Más bonito? ¿Cómo cuál?

–Azul.

–Azul no es un nombre, es un color.

–Es el nombre del color.

–Sí –sabía de la fase de los niños de querer saber el porqué de las cosas, su razonamiento lógico, pero en el caso de su hermana esa fase se había extendido excesivamente en el tiempo.

–Si el color puede llamarse «azul», ¿por qué no se puede llamar una persona Azul?

–Creo que las cosas no funcionan así.

–¿Por qué? –ahí estaba, «¿por qué?»; Víctor había llegado a odiar esa comunión terrible de palabras sin sentido, sabiendo que en ningún momento la respuesta podía ser «porque sí», jamás.

–Hay nombres de persona y hay nombres de cosas. No… –se atajó a tiempo, «no lo sé» era otra respuesta potencialmente peligrosa, ¿qué clase de persona mayor y figura de autoridad podía no saber algo?, y contraatacó con otra pregunta– ¿Por qué «azul»?

–Es mi color favorito.

–Ah…

–¿No te gusta?

–Sí, claro, es un color como cualquier otro.

–Como nombre –al contrario que la mayoría de los niños y muchos adultos, ella no perdía el hilo de su conversación, tenía las ideas claras y fijas en la cabeza, y cuando le asaltaba una duda no podía no empeñarse en resolverla.

–Pues… no me parece muy apropiado para una chica, ¿no?

–No. Pero para un chico sí. Es nombre de chico –decidió y sentenció en ese momento.

–Ya. Pero yo no puedo salir con un chico.

–¿Por qué?

–Yo ya soy un chico –Víctor se sintió desfallecer, como cuando la niña le había preguntado sobre los temas que más dificultad le ofrecían al hablar: el sexo y la muerte.

–¿Y por eso no puedes salir con un chico?

–Sí.

–¿No te gustan los chicos? –Cristina acababa de descubrir un mundo nuevo en el continuum de los gustos, para ella sólo las cosas malas eran dignas de desprecio.

–Pues no.

37

Flores

La mesa, como casi todo el mobiliario de aquel lugar, era de piedra. De piedra eran, evidentemente, las paredes, suelos y techos, pero también las mesas, las estanterías, las repisas, los bancos para sentarse… Víctor no creía que el aspecto de aquel sitio hubiese cambiado sustancialmente desde hacía mucho tiempo. Por fuera permanecía parcialmente cubierto de una generosa capa de hielo, y por dentro se apreciaban las marcas que los charcos del agua descongelada dejaban. Oía, en la lejanía, goteos del hielo que se deshacía lentamente.

–¿Y ahora, qué?

–No, no; sigue removiendo, que se te va a pegar –Víctor sintió la tentación de suplir el puesto del Príncipe ante los fogones, pero éste había expresado su intención de hacerlo él solo ya que, a fin de cuentas y aunque no deseado, Víctor era su invitado.

–Una vez que hierva todo un poco, lo retiras del fuego. Y ya está.

Con la temperatura creciente, el cargamento de comida que había recibido apenas unos días antes de su rescate había empezado a mostrar signos de prematura podredumbre, por lo que el Príncipe había decido hacer algo con toda la fruta a la vez. Víctor recordó las meriendas que le preparaba a su hermana, fuente de festines a los que los fines de semana se había solido unir su madre, complacida de la preferencia de sus hijos por una alimentación bastante sana.

El Príncipe revolvió con entusiasmo el puré de frutas que había resultado tras la primera cocción y triturado, de aspecto amarronado, hasta que empezaron a formarse burbujas de creciente tamaño, que al explotar en la superficie lanzaban pequeñas gotas de masa ardiente cada vez a más altura y distancia.

–Cuidado, no te quemes –Víctor repitió mecánicamente las palabras que con tanta frecuenta tanto él como su madre habían pronunciado en numerosas ocasiones en cuanto alguien se ponía frente al fuego, pero él se limitó a sonreír y, tras unos pocos segundos más, retiró la olla del fuego y colocó otra con agua.

La curiosidad del Príncipe por transformar aquellas cosas que, a su vez, ya se estaban transformando inevitablemente en otras, lo tenía perplejo; a él la cocina no le había generado nunca ningún interés especial.

36

Flores

Cuando abrió los ojos lo vio, inclinado levemente sobre él con una mano helada apoyada sobre su pecho como si sólo así pudiese cerciorarse de que respiraba, y se estremeció. Al percibir el movimiento, el hombre dirigió perezosamente la mirada hasta su rostro. Víctor reconoció los ojos, aquellos pedacitos de cielo que habían bailado ante sí en la delirante ensoñación que lo había arrebatado de los brazos de una muerte inminente.

–¿Estás bien? –la voz era la misma que habían transportado el viento y la nieve, cuyo sonido parecía despedazarse, envolviéndolo con una caricia dulce y fría.

–Sí… –Víctor, soñoliento y estupefacto, no supo responder otra cosa– Tengo frío.

El muchacho asintió con la cabeza, se levantó y salió de la estancia sin mediar palabra, lo cual contribuyó a aumentar la confusión de Víctor. Debió aprovechar aquel momento para averiguar dónde se encontraba, pero se limitó a mirarlo marcharse sin poder desviar la vista. Observó con detenimiento cada movimiento, en el más absoluto de los silencios, que pudo intuir bajo lo que se adivinaba como generosas capas de ropa.

Pese a haber descansado se notaba agotado y lento, sin saber discernir con exactitud lo que era real y lo que solamente lo parecía, pero el frío que sentía no lo animaba a dormir más. Se incorporó en la cama en la que había estado acostado y esperó con la vista fija en el hueco de la puerta a la vuelta de su escueto interlocutor, que regresó con una pesada manta que le colocó sobre los hombros con un gesto casi maternal. Se movía con gracilidad, como si nada pudiera resultarle un esfuerzo, de forma casi etérea.

Las preguntas deberían haberse agolpado en su mente y emergido atropelladamente por su boca, pero Víctor se limitó a fijar la vista en aquel hombre de edad incierta del cual no podía apartar los ojos. Todo en él le pareció perfecto: la piel blanca e impoluta, la voz suave y algo desgarrada, los movimientos fluidos y precisos, la curva de la caída del cabello escarchado sobre una oreja perfilada con maestría, el azul limpio y profundo de sus ojos… Supuso que aquella fascinación era producto de la extenuación a la que se había visto abocado tras su travesía por el hielo y se debía sobre todo al puro y simple hecho de que le había salvado la vida.

Su estómago, muy oportunamente, encontró el silencio muy apropiado para rugir con insistencia y el joven, de nuevo, se levantó del borde de la cama y se alejó.

–Te traeré algo de comer.

35

Hogar

KAI: Me marcho.

PRÍNCIPE: Lo sé.

KAI: En realidad… En realidad quiero quedarme.

PRÍNCIPE: Te lamentas por algo inevitable.

KAI: Vete a la mierda.

PRÍNCIPE: ¿Qué…?

KAI:                  Eres todo tacto.

PRÍNCIPE: Sabes que… Disculpa. Deberías irte. Si te quedas será peor para ti.

KAI: ¿Porque eres tan irresistible que…?

PRÍNCIPE:                                       Porque te estás consumiendo.

KAI: Lo sé. Lo sé. Es culpa tuya. Lo sabes, ¿no?

PRÍNCIPE: ¿Eso no es… crueldad?

KAI: Sí. Pero es la ventaja de tratar contigo.

PRÍNCIPE: ¿Te hace sentir mejor?

KAI: Me hace sentir como una mierda, Ne.

PRÍNCIPE: Sin embargo, tienes razón.

KAI: No, no la tengo.

PRÍNCIPE: Sí es mi culpa.

KAI: No. No, en realidad tú eres el más inocente de todos. Yo sabía en lo que me metía y que llevaba las de perder. Y aun así…

PRÍNCIPE: ¿Por qué lo hiciste?

KAI: Supongo que pensaba que te podía cambiar.

PRÍNCIPE: ¿Eso habría sido bueno?

KAI: Sí, claro. Por supuesto que no. No lo sé, no creo que pensase en eso al principio.

PRÍNCIPE: ¿Entonces?

KAI: Entonces… Deberías saber ya que muchas veces el cuerpo hace primero y la cabeza piensa después.

PRÍNCIPE: Sería mejor que no fuese así.

KAI: Sin duda. Le quitaría encanto a la vida, pero sí, nos ahorraríamos problemas…

PRÍNCIPE: ¿Adónde vais?

KAI: No estoy seguro. A casa de unos familiares.

PRÍNCIPE: ¿Volverás?

KAI: No lo sé. No. No creo que vuelva. No sería prudente.

PRÍNCIPE: ¿Por qué?

KAI: Tú mismo has dicho que me estoy consumiendo, Ne. No puedo tenerte cerca.

PRÍNCIPE: Pero, ¿y el tiempo? ¿No lo curaba todo?

KAI: Sí, hasta la vida. Pero tú no vas a cambiar. Y yo… no lo sé. No podría soportar enamorarme una segunda vez de ti, la primera ya me está matando.

PRÍNCIPE: Nunca fue mi intención…

KAI:                                           No, no, no, ya lo sé. No es un reproche, ya te he dicho que no es culpa tuya. Es simplemente… Aah… daría lo que fuera ahora mismo para que pudieras…

PRÍNCIPE: ¿Sentir algo?

KAI: Lo siento.

PRÍNCIPE: Lo sé.

KAI: No, es… Lo siento, es una disculpa. Es… tengo que irme, Ne. Es mejor que me marche ya.

PRÍNCIPE: Espero que tengas una vida mejor allá donde vayas.

KAI: … gracias. Quisiera… ¿puedo pedirte una última cosa?

PRÍNCIPE: Sí.

KAI: ¿Me negarías un último beso?

PRÍNCIPE: Nunca te he negado nada. Pero…

KAI:                                                       Shhhh, prefiero quedarme con un buen sabor de boca.

Robert Mapplethorpe, Kiss

34

Flores

El rumor, posteriormente confirmado, se extendió por la población en cuestión de horas. Juzgándolo un don extraordinario, a sus dieciséis años el adolescente con aspecto de niño fue nombrado salvaguarda de la ley en una votación popular que sorprendió a la familia. Quienes consideraron que tal don provenía de la gracia de un ser superior, convirtiendo a su vez también al adolescente en un ser superior, comenzaron a dirigirse a él como Príncipe. A la pregunta del niño por tal denominación, en vez de Rey, la respuesta le resultó absurda: ¿qué clase de rey no tiene una reina? Él les preguntó por qué no podía un rey tener a otro rey.

La ausencia de sentimientos que lo caracterizaba lo había convertido en un ser absolutamente parcial, justo. Por ello, con el paso del tiempo fue acaparando poderes ajenos a los asuntos legales que le habían sido otorgados. Aceptó los cargos de regidor, juez, consejero… Por sus padres. Durante años había sido consciente de que todo aquello que ellos sentían por él, él no era capaz de devolvérselo; y forzaba todo su intelecto intentando sentirse al menos culpable, pero no había nada en su interior. Él lo había sabido antes de que la bruja introdujese sus ardientes manos en su pecho y palpase el inmenso vacío que lo devoraba.

Sus padres le habían dado la vida, lo habían criado, educado y le habían dado todo lo que habían podido y lo poco que había necesitado. A él le pareció lo más lógico hacer todo aquello de lo que fuese capaz para provocarles la satisfacción que su ausencia de amor no podía darles. Sacrificio a cambio de sacrificio. De todos modos, todos aquellos trabajos no le suponían mayor esfuerzo.

Años después, una madrugada excepcionalmente lluviosa, su madre se resbaló en la calle cuando volvía con su padre de la boda de uno de los compañeros del colegio de su hijo. Su cabeza impactó con los adoquines del suelo y se impregnó de un rojo espeso que se diluía al contacto con el agua. Semanas después, el padre se dejó desaparecer en el río.

 

–No –Cian atajó con la mano a Víctor, que había hecho un amago de levantarse–. Déjame terminar primero –pidió con un hilo de voz, sin levantar la vista del plato a medio comer, que se había quedado frío.

03

33

Flores

–Me encantaría follarte, ¿me dejas? –me lo susurra al oído, acariciándome con su voz rota y fluida y de la cual bebo como un bebé hambriento.

Pero no es una pregunta. En origen sí lo es: me está preguntando, pero cuando llega a mí ya ha dejado de serlo; yo sólo oigo un deseo, un anhelo que ya no sé si es suyo o mío. Y no espera una respuesta, ¿por qué habría de hacerlo?, ya la sabe, desde luego que la sabe, no puede ser más obvia. Cada fibra en mí, cada poro de mi piel se retuerce, me impulsa hacia él y le grita que sí, por supuesto que sí, fóllame, desaparece dentro de mí y hazme desaparecer contigo.

Se desabrocha el único botón de su ropa interior excesivamente anticuada y no necesita las manos para deprenderse de ella. No, se limita a balancear las caderas con suavidad, con lentitud, como todos sus movimientos, como si la elegancia luchase con la languidez y lo convirtiese en un simple continuum de seducción. Mueve las caderas mientras mueve las manos sobre mí y la tela se desliza sobre sus piernas perfectamente esculpidas.

Sé que voy a perder el control, lo noto escapar de mí como un puñado de arena entre los dedos, e intento luchar contra ello, resistirme, porque en cuanto llegue el momento dejaré de ser responsable de mis actos y me someteré a sus deseos porque son los mismos que los míos. No quiero ser una marioneta, necesito no perder el control. Una vez que lo pierda seré completamente suyo, pero él no será mío, no del todo. Ni siquiera sé si lo es un poco.

Su lengua se enreda sobre mi cuerpo abriendo senderos de fuego a su paso; me deshago y me noto comenzar a desaparecer cuando la desliza a lo largo de mi pene. No puedo evitar gemir, y con cada gemido escapa de mí un pedazo de mi reducido autocontrol. Me tenso, o me destenso. O…

Quiero poder pensar con claridad, pero palpito dentro de su boca y sus gemidos se mezclan con los míos como un coro que se eleva al mismo compás y cuyo eco da saltos por los altos techos de la estancia. Pero se retira a mitad del camino, sin acercarse a dejarme terminar, y lo agradezco porque quiero alargar este momento, malearlo entre las manos y saborearlo.

El Príncipe me separa las piernas y se coloca entre ellas, se inclina sobre mí y me lame los labios con la punta de la lengua.

–Sí…

32

Fuego

–Detrás de mi casa, cuando aún vivían mis padres y yo vivía con ellos, había un jardín que se perdía en el inicio de un pequeño bosque, no muy poblado, donde ayudé a mi padre a construir una cabaña. Era un sitio… Eso no es importante. Pocos años después de que se corriera la voz acerca de mi… carencia afectiva, se mudó una familia un par de casas más allá, al final del camino.

 

El matrimonio era mayor, y sólo tenían un hijo, Kai, que apenas había sobrepasado la adolescencia. El muchacho siempre había sido tímido, pero tenía una especie de brillo, un encanto incierto que flotaba invisible a su alrededor. Se manejaba sin problemas con su entorno y solía dejarse perder entre los árboles del bosque al que daba paso su jardín mientras, él también, se dejaba perder a sí mismo. El muchacho con el corazón vacío se había topado con él una tarde especialmente helada mientras buscaba algo de leña para su padre. Kai conocía al muchacho, pero no había tenido oportunidad hasta el momento de entablar conversación con él a solas.

Sólo conocía los rumores que aleteaban por el pueblo, saltando de boca en boca y de oído en oído, transformándose con cada salto, alejándose a pasos cada vez más agigantados de la verdad de la que habían surgido. Cuando Kai se acercó a saludarlo, tras observarlo unos segundos entre las ramas, indeciso de cómo dirigirse a él, el muchacho lo miró con indiferencia y le contestó de una forma inusualmente educada.

Su voz, fría y rasgada como el ambiente, no parecía pertenecer a aquella cara blanca y tersa de adolescente demasiado crecido. El vaho que se acumulaba en pequeñas nubes con cada respiración no parecía serle indicativo suficiente del frío que hacía, ya que no llevaba guantes ni bufanda. Kai esperaba que, en cualquier momento, rompiese a nevar. Se presentó y alargó la mano para estrechársela, incómodo por la formalidad del gesto, pero sintiéndolo apropiado tras su educado saludo de adulto.

Desconocía su edad.

Realmente lo desconocía todo acerca de él.