Hogar
Y echaron a correr. Los dos dieron la primera zancada a la vez aunque sus ritmos variaron de forma muy dispar. Víctor intentó apartarse los rizos de delante de los ojos pero aleteaban sobre su cara como una cortina zarandeada por una ventisca. Se volvió para comprobar que Cian lo seguía pero se quedaba atrás rápidamente, así que aminoró el paso hasta que lo alcanzó.
Y lo cogió de la mano para tirar de él.
Y ante lo absurdo de la escena los dos se echaron a reír. A fin de cuentas, el caballo se acercaba a ellos en línea recta. Trotaba lento, incómodo, como si instintivamente supiese la dirección en la que tenía que galopar pero el camino que recorría no se correspondiese con ella.
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Y lo cierto era que no se equivocaba. Aquel camino anteriormente no perceptible en la marea de nieve impoluta se había visto sustituido por un valle de hierba suave sobre un lecho de tierra esponjosa y fértil que salpicaba acariciando, cálida, las patas del animal a cada salto. Sin duda alguna, aquella sensación era infinitamente más agradable que la humedad permanente que se empeñaba en erizarle el pelo e introducirse por su piel para herirlo como si innumerables avispas invisibles lo aguijoneasen con crueldad.
Y mantuvo el trote que su jinete, también desconcertado, le imponía. En la lejanía comenzaron a agrandarse dos figuras, dos muchachos que corrían en su dirección a trompicones, uno tirando del otro, mientras jadeaban y se reían a la vez.
Y cuando estuvieron lo suficientemente cerca, les indicaron que parasen. El jinete no daba crédito a lo que veía. Al contrario de lo que había creído una vez que había tenido uso de razón, aquellas leyendas que habían poblado la historia de su familia acababan de tomar cuerpo en un ser real, de carne y hueso, que le sonreía sin aliento a los pies de su caballo, con las mejillas arreboladas y vestido con ropas muy anticuadas y que parecía elucubrar si debía o no sucumbir a la tentación de tocar al caballo. El animal eligió por él.
Y apoyó su enorme cabeza sobre su hombro. Irónicamente, el jinete se quedó helado.
Y de su boca sólo salió una palabra entrecortada.
–Sin… inen…
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–¡Sininen! –Cian se giró hacia Víctor sin que el caballo se inmutase.
–¿Qué?
–Mi nombre. Sininen: ese es mi nombre…
–¿¿Qué??