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Mother

“Víctor.”

“Yes?” he answered mechanically as he tensed; delicate topics could only grow in crescendo.

“If you ever have babies, and one of them is a boy, would you name it Blue?”

“Blue?”

“As a name.”

“But Blue is not a name for a person,” he repeated, feeling himself at the beginning of the conversation again.

“But I like it,” she argued, tenacious, like every time she made a decision she was fully convinced of.

“You like very weird things.”

“Ana is weird and you like her.”

“Ana is weird?” Víctor was surprised, he did not thought his girlfriend had any particular weirdness at all; the fact was that he actually considered her to be excessively ordinary.

“Yes.”

“Wow…” he did not want to ask the nature of such an assertion.

“So, are you going to name your baby Blue?”

“I’ll have to ask Ana.”

“Why?” the girl’s utter surprise tone pleased Víctor.

“The baby’s mother should have an opinion, shouldn’t she?”

“But I don’t want you to have babies with Ana,” Cristina was horrified, she did not know his brother’s girlfriend but she was sure she would not like her, she was not appropriate for him, her brother, her constant and pillar, who deserved more, so much more, someone unique, exceptional, like him; someone absolute.

“Why?”

“I don’t like Ana.”

“You don’t know her. Also, I’m the one who has to like her.”

“Do you love her?”

“I don’t know,” that he had asked himself more than once, but he also did not sense from her any specially stirring behaviour.

“But she’s your girlfriend.”

“Yeah. But that comes with time. Would your rather she wasn’t?”

“Yes. I want you to have a boyfriend named Blue.”

“Well, that’s not going to happen,” he repeated once more.

“Because you like girls.”

“Yes…”

“You’re weird too,” sentenced the girl with a firmer tone than him.

“Well, thank you.”

“You’re welcome,” she articulated while smiling with her mouth full of bread and cheese, not even waiting for the last chunks Víctor had just removed from the fire to cool down.

46

Madre

–Víctor.

–Dime –respondió mecánicamente, tensándose; los temas delicados sólo podían ir in crescendo.

–Si tienes bebés alguna vez, y uno es chico, ¿le pondrás Azul?

–¿Azul?

–De nombre.

–Pero Azul no es un nombre de persona –repitió, sabiéndose al principio de la conversación otra vez.

–Pero a mí me gusta –replicó ella, tenaz, como siempre que tomaba una firme decisión de la que estaba plenamente convencida.

–A ti te gustan cosas muy raras.

–Ana también es rara y a ti te gusta.

–¿Ana es rara? –Víctor se sorprendió, desde luego no pensaba que su novia tuviese ninguna rareza en especial, el hecho era que, en realidad, la consideraba excesivamente normal.

–Sí.

–Vaya… –no quiso preguntar la naturaleza de tal aseveración.

–Entonces, ¿le pondrás Azul a tu bebé?

–Tendré que preguntarle a Ana.

–¿Por qué? –el tono de absoluta sorpresa de la niña complació a Víctor.

–La madre del bebé tendrá que opinar, ¿no?

–Yo no quiero que tengas bebés con Ana –Cristina estaba horrorizada, no conocía a la novia de su hermano pero estaba segura de que no le gustaría, no era apropiada para él, su hermano, su constante y pilar, que merecía más, muchísimo más, alguien único, excepcional, como él; alguien absoluto.

–¿Por qué?

–Ana no me gusta.

–No la conoces. Además, me tiene que gustar a mí.

–¿Tú la quieres?

–No lo sé –se lo había preguntado en más de una ocasión, pero tampoco percibía de ella un tratamiento especialmente arrebatador.

–Pero es tu novia.

–Ya. Pero eso viene después. ¿Preferirías que no lo fuera?

–Sí. Yo quiero que tengas un novio que se llame Azul.

–Pues eso no va a poder ser –lo volvió a repetir una vez más.

–Porque te gustan las chicas.

–Sí…

–Tú también eres raro –sentenció la niña con tono más firme que él.

–Vaya, gracias.

–De nada –pronunció sonriendo con la boca llena de pan y queso, sin esperar apenas a que los últimos pedazos que Víctor acababa de sacar del fuego terminasen de enfriarse.

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Flores

–Oye… –titubeó unos segundos– La verdad es que no sé cómo formular la pregunta. ¿Tú…? –no le pareció especialmente educado o prudente preguntarle por qué estaba allí y tampoco supo cómo continuar conforme hacía un gesto impreciso englobando su entorno con la mano.

–¿Por qué estoy aquí? –adivinó el Príncipe, con un conato de sonrisa iluminándole el rostro.

–Sí.

–¿Una pregunta tan trascendental no me la tendría que hacer yo a mí mismo?

–¿Qué?

–Disculpa ­–la sonrisa se amplió mientras hervía pasta e intentaba cortar hebras de queso con un cuchillo excesivamente afilado– Es una historia un poco larga, al fin y al cabo es la historia de toda una vida.

–Te escucho.

–Hmmm… De acuerdo. Bien –se aclaró la garganta tras beber un trago de agua y revolvió de forma distraída la pasta dentro de la olla antes de que Víctor le indicase que, también en este caso, se le pegaría la comida de no moverla, al fuego–. Como toda buena historia, esta empieza con un nacimiento. No fue un nacimiento especial. No hubo augurios ni grandes fiestas, tampoco peregrinaciones de gentes que fuesen a felicitar a los padres o regalos de dudoso uso u origen. Sucedió durante el día y se resolvió con facilidad.

 

En el cielo brillaba el sol despejado y dentro de la casa la parturienta lanzaba gruñidos de impaciencia. Como asistenta de la matrona había estado presente en numerosos partos desde que había comenzado su servicio, siendo ella apenas una adolescente, y sabía con bastante precisión qué y cómo tenía que pasar. La mayoría de los nacimientos habían sido rápidos, sin complicaciones; solamente en una ocasión había sobrevenido la tragedia. A raíz de tal éxito, se oía murmurar acerca de la influencia de la magia en aquellas manos trabajadoras e implacables que la matrona blandía con seguridad. La mujer, mirándose el abultado vientre, no se creía nada de aquello.

Una vez tuvo al bebé entre los brazos, olvidó de inmediato cualquier molestia, cualquier dolor, cualquier sensación que no fuese un amor creciente y cálido que le brotaba del pecho, mezclado con un cansancio que galopaba con celeridad, atrapándola entre las garras del sueño de forma irremediable. Su marido, una vez que sus familiares se hubieron retirado, colocó al recién nacido en su cesta, que dejó en la cama entre él y su esposa, y se dejó alcanzar por el sueño sin oponer un ápice de resistencia.