Hielo
El último habitante había fallecido unos días atrás. Había intentado atenderlo en sus últimos días ya que apenas era capaz de moverse, pero se había negado. La anciana, que le había recordado a la anciana tía de su madre, lo había despachado airada, con una violencia inusitada para un cuerpo decrépito como el suyo. Y ahora él, que era menos que un habitante porque se consideraba menos que una persona, reinaba sobre una planicie vacía que no era más que tierra y montañas cubiertas de hielo y viento. En ese momento ya nada tenía sentido.
Salió del cementerio y emprendió la marcha de vuelta al castillo en lo que, lo sabría mucho más tarde, sería su última visita al pueblo en el que había crecido. El peso del hielo y la violencia de las nevadas y granizadas habían derrumbado la mayor parte de los tejados y paredes de las casas a lo largo de los años, cuyas ruinas habían sido cubiertas helada tras helada. A su paso se abría a uno y a otro lado un paraje uniforme de blancura y frío, testigo de una cruda batalla que había ganado el tiempo.
Conforme se alejaba de todo rastro de civilización pudo observar los troncos de algunos árboles, emergiendo de la nieve como brazos de nadador, conformando un camino tortuoso y fracasado de supervivencia. Supuso que tal visión provocaría tristeza, aquello que Kai le había descrito como una sensación espesa que nacía en el interior del pecho e iba cubriéndolo todo a su paso como una inundación pegajosa y densa, cerrándole el acceso a la garganta y amenazando con emerger a torrentes por los ojos.
Se llevó una mano al cuello al recordar sus drásticos métodos para hacerle sentir los efectos físicos de aquellos sentimientos que él no podía compartir. Se había percatado de que la mayor parte de las emociones provocaban sensaciones tanto en el sistema digestivo como en el respiratorio. En una ocasión se había atragantado de forma muy severa al querer tragar sin haber apenas masticado un pedazo excesivamente grande de pan demasiado seco, lo cual Kai había utilizado para ejemplificar el dolor que la tristeza de la que le había hablado le había dejado en la garganta. Tras inquirir, acto seguido, acerca de la ansiedad, el muchacho había envuelto su cuello con ambas manos y había apretado hasta dejarlo sin respiración.