Flores
–Me encantaría follarte, ¿me dejas? –me lo susurra al oído, acariciándome con su voz rota y fluida y de la cual bebo como un bebé hambriento.
Pero no es una pregunta. En origen sí lo es: me está preguntando, pero cuando llega a mí ya ha dejado de serlo; yo sólo oigo un deseo, un anhelo que ya no sé si es suyo o mío. Y no espera una respuesta, ¿por qué habría de hacerlo?, ya la sabe, desde luego que la sabe, no puede ser más obvia. Cada fibra en mí, cada poro de mi piel se retuerce, me impulsa hacia él y le grita que sí, por supuesto que sí, fóllame, desaparece dentro de mí y hazme desaparecer contigo.
Se desabrocha el único botón de su ropa interior excesivamente anticuada y no necesita las manos para deprenderse de ella. No, se limita a balancear las caderas con suavidad, con lentitud, como todos sus movimientos, como si la elegancia luchase con la languidez y lo convirtiese en un simple continuum de seducción. Mueve las caderas mientras mueve las manos sobre mí y la tela se desliza sobre sus piernas perfectamente esculpidas.
Sé que voy a perder el control, lo noto escapar de mí como un puñado de arena entre los dedos, e intento luchar contra ello, resistirme, porque en cuanto llegue el momento dejaré de ser responsable de mis actos y me someteré a sus deseos porque son los mismos que los míos. No quiero ser una marioneta, necesito no perder el control. Una vez que lo pierda seré completamente suyo, pero él no será mío, no del todo. Ni siquiera sé si lo es un poco.
Su lengua se enreda sobre mi cuerpo abriendo senderos de fuego a su paso; me deshago y me noto comenzar a desaparecer cuando la desliza a lo largo de mi pene. No puedo evitar gemir, y con cada gemido escapa de mí un pedazo de mi reducido autocontrol. Me tenso, o me destenso. O…
Quiero poder pensar con claridad, pero palpito dentro de su boca y sus gemidos se mezclan con los míos como un coro que se eleva al mismo compás y cuyo eco da saltos por los altos techos de la estancia. Pero se retira a mitad del camino, sin acercarse a dejarme terminar, y lo agradezco porque quiero alargar este momento, malearlo entre las manos y saborearlo.
El Príncipe me separa las piernas y se coloca entre ellas, se inclina sobre mí y me lame los labios con la punta de la lengua.
–Sí…