32

Fuego

–Detrás de mi casa, cuando aún vivían mis padres y yo vivía con ellos, había un jardín que se perdía en el inicio de un pequeño bosque, no muy poblado, donde ayudé a mi padre a construir una cabaña. Era un sitio… Eso no es importante. Pocos años después de que se corriera la voz acerca de mi… carencia afectiva, se mudó una familia un par de casas más allá, al final del camino.

 

El matrimonio era mayor, y sólo tenían un hijo, Kai, que apenas había sobrepasado la adolescencia. El muchacho siempre había sido tímido, pero tenía una especie de brillo, un encanto incierto que flotaba invisible a su alrededor. Se manejaba sin problemas con su entorno y solía dejarse perder entre los árboles del bosque al que daba paso su jardín mientras, él también, se dejaba perder a sí mismo. El muchacho con el corazón vacío se había topado con él una tarde especialmente helada mientras buscaba algo de leña para su padre. Kai conocía al muchacho, pero no había tenido oportunidad hasta el momento de entablar conversación con él a solas.

Sólo conocía los rumores que aleteaban por el pueblo, saltando de boca en boca y de oído en oído, transformándose con cada salto, alejándose a pasos cada vez más agigantados de la verdad de la que habían surgido. Cuando Kai se acercó a saludarlo, tras observarlo unos segundos entre las ramas, indeciso de cómo dirigirse a él, el muchacho lo miró con indiferencia y le contestó de una forma inusualmente educada.

Su voz, fría y rasgada como el ambiente, no parecía pertenecer a aquella cara blanca y tersa de adolescente demasiado crecido. El vaho que se acumulaba en pequeñas nubes con cada respiración no parecía serle indicativo suficiente del frío que hacía, ya que no llevaba guantes ni bufanda. Kai esperaba que, en cualquier momento, rompiese a nevar. Se presentó y alargó la mano para estrechársela, incómodo por la formalidad del gesto, pero sintiéndolo apropiado tras su educado saludo de adulto.

Desconocía su edad.

Realmente lo desconocía todo acerca de él.