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Flores

Víctor intentó no hacer ruido al entrar en la casa y se descalzó junto a la puerta. Encontró a su madre dormida en el sofá, se asomó a la habitación de su hermana y la encontró dormida también. En su cuarto, donde entró palpando las paredes para no encender ninguna luz, colocó la mochila con cuidado sobre la cama, se desnudó y se puso rápidamente un pijama tras desechar la idea de tomar una ducha previa pese a que seguía empapado de sudor y lluvia.

Tras días de inmensidad blanca, había vuelto al bosque extenuado hasta tal punto que se había dejado caer, tras abandonar la nieve, junto a un árbol en la tierra húmeda y esponjosa y se había quedado dormido de inmediato. Había despertado demasiadas horas después, entumecido y tiritando, calado por la suave llovizna que, al parecer, llevaba horas regándolo. Había echado a caminar pesadamente pero con energía renovada y había conseguido cruzar el bosque alimentándose con los restos de frutos que había traído del castillo. Cuando había llegado a su casa volvía a caer el sol.

No sabía a ciencia cierta cuánto tiempo había pasado desde que se había marchado. En cierto punto de su visita al castillo, los días le habían empezado a resultar interminables, como si el tiempo se hubiese expandido, dilatándose y estirándose cual masa informe a su alrededor y lo hubiese transportado lentamente, del mismo modo que un anciano cansado, entre innumerables salas vacías con ecos de agua.

Se acercó sigilosamente a su madre, se arrodilló junto a ella y depositó la mochila a su lado. Abrió la cremallera lentamente para hacer el menor ruido posible, extrajo las flores, blandas y encogidas sobre sí mismas, cuya casi transparencia amenazaba con la desaparición, en las que apenas se apreciaba rastro de vida, y las colocó con suavidad sobre el pecho de la mujer. Dormía con gesto sereno, despreocupado y frío, vestida con un escueto vestido de fiesta que nunca había pensado que su madre pudiera ponerse.

La observó unos segundos, admirando el envidiable estado físico en el que se mantenía. Su piel, que recordaba más oscura, resplandecía suave y tersa, con un color blanquecino y luminoso, casi enfermizo, como una virgen ofrecida al sacrificio. Cada curva de la escasa tela se adaptaba a la perfección a cada curva de su cuerpo. La imagen global le resultó profundamente grotesca, apenas reconocía a la mujer que se mantenía viva en sus recuerdos.

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