Madre
Despertó de golpe, incómodo, con una sensación helada en el cuerpo, como si unos dedos salidos de lo más profundo del océano hubieran estado hurgando en su pecho, abriéndose camino hasta su corazón. La presencia de una mano desconocida palpándolo y acariciándolo en la oscuridad y anonimia de la noche le resultaba pavorosa pero hasta cierto punto erótica, incluso… Saltó de la cama y se sacudió, alejando cualquier pensamiento de su cabeza.
Consultó el reloj mientras buscaba algo de ropa que ponerse pero se quedó helado al percatarse de que apenas comenzaba a anochecer y estaba vestido. Se había dejado caer en la cama poco después del mediodía, exhausto tras los últimos exámenes que esperaba realizar en mucho tiempo, y al parecer nadie se había molestado en despertarlo durante la tarde.
La sensación del frío contra su piel se había disipado sin dejar huella, no había sido más que el mismo desagradable recuerdo de las últimas noches. Se preguntó si no estaría relacionado con el brusco e incomprensible cambio que había notado en su madre. Oyó ruidos de pasos y le llegó un leve aroma a perfume. Se asomó al salón y vio a su madre calzándose con prisa.
–Salgo. Hay… cosas en la cocina, ya sabes. Cuida de tu hermana –la mujer hizo un gesto vago con la mano hacia la niña, que jugaba con unos grandes dados con números entre dos sofás.
–¿Otra vez?
–Sí, otra vez. ¿Qué más te da?
–Debería cogerla e irme –se avergonzó inmediatamente de su fallida tentativa de utilizar un tono amenazador que, en realidad, había sonado como un lastimero quejido.
–¿Irte? ¿Y a dónde?
–A cualquier otro sitio.
–Si no eres más que un niño.
–Hay centros de acogida para mujeres maltratadas. Seguro que aceptan niños –escupió él, con su pequeño orgullo herido.
–¿Mujeres maltratadas? Cuánto dramatismo.
–De la forma en la que nos tratas…
–Victor –el tono gélido de su madre le heló la sangre.
–Muy bien. ¿Y qué pasa si quiero salir yo? –decidió cambiar de tema sabiéndose perdedor en aquella batalla verbal absurda.
–Aquí tienes –la mujer hurgó en un cajón, junto a la entrada, y le alargó un trozo de papel garabateado– el número de una niñera. Haz lo que quieras –él, estupefacto, no pudo articular sonido mientras su madre abría la puerta y desaparecía por el pasillo– ¡Adiós!
Tras unos segundos de incomprensión, se acercó a cerrarla bajo la atenta mirada de su hermana.