El sol se abría paso a través de los sucios cristales de aquella ventana, pero ella no quería dejarlo entrar. Por eso cerró los ojos con toda la fuerza de sus párpados, confiando ciegamente en que aquello funcionaría.
Pero no lo hizo. Con aquel estúpido gesto lo único que consiguió fue un ligero mareo y que un montón de lucecillas flotaran frente a ella, tanto si mantenía los ojos cerrados como si los abría de nuevo. Pequeñas luciérnagas bailando frente a aquella niña triste. Por que Alba estaba muy triste; tan triste como cualquiera de nosotros.
Miramos al sol buscando alegría en él, una cierta esperanza que nos ayuda a creer que todo irá bien, que no hay que tener miedo. El astro miente, simulando poseer una sabiduría procedente de esa enorme luz, un engaño que tiene aprendido desde que la luz se convirtió en la única guía del ser humano.
Toda esa sabiduría acumulada durante siglos, moviendo al mundo y dándole sentido a nuestras simples existencias. La ilustración nos vendió sus ideas como una inagotable fuente de luz, de conocimiento eterno. Pero la luz no es tan simple como queremos dar a entender; el sol nos la envía en dosis controladas, a través de sus largos e incisivos rayos, y nosotros nos aferramos a ellos como lo haríamos con sogas que apretan nuestros cuellos.
Y eso es justo lo que hacen.
Pero hoy Alba decide que no quiere volver a estar triste, y por primera vez le da la espalda al astro que calienta aquella pequeña habitación. Espera tan sólo unos segundos, dándole tiempo a despistarse, y es entonces cuando se gira bruscamente y clava sus grandes ojos grises en el astro, sin piedad, sin miedo.
Y así se quedan, uno frente a otro, él quemando sus ojos, ella lanzando su sonrisa helada. Y durante muchos años en el cielo se cantarán canciones sobre aquella niña.
Aquella niña triste que le plantó cara al sol.
Y se mueren nuestros héroes,
sus mentiras desveladas en cada historia real.
Y se van los sueños, sus vivas luces,
y por fin descubres que ya no queda nada.