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Todos huimos de  algo.

Miramos atrás constantemente, deseando descubrir a nuestros perseguidores escondidos en alguna esquina, acechando, preparados para atraparnos en cualquier momento. Pero nunca vemos a nadie.

Y aun así, seguimos huyendo.

Corremos con el anhelo de dejar atrás algo de lo que inevitablemente nunca podremos desprendernos, un algo que ya es más nuestro que ajeno, más familiar que extraño. Algo que nunca podremos aceptar.

Con un pequeño salto, Eva alcanza el primer peldaño metálico del tractor de su tío Jaume. No le cuesta nada trepar hasta la cabina y sentarse en el sillín de cuero acolchado, que apenas se mueve al acoger el liviano peso de la niña. Recuerda la última vez que su tío se había sentado en aquel sillín, la tarde anterior, y como una multitud de graciosos chirridos salían del sillín cuando su tío, exagerando sus gestos, colocaba su trasero en el cuero para ponerse cómodo.

La cabina desprende el mismo olor familiar de cada tarde, aceite, tierra y gasóleo. Pero falta el calor de su tío, su sonrisa, sus chistes. Y sobretodo, el abrazo de su brazo izquierdo que le hacía cosquillas mientras con el derecho conducía hábilmente el tractor. Pero su tío Jaume ya no está; se ha convertido en una de las muchas otras cosas que ya no están. Su casa, la granja, el azul del cielo, la sonrisa de su tío, el piar de los pájaros, el rumor del riachuelo. Ya no queda nada. Eva no entiende nada.

Mientras enciende el motor del tractor como tantas otras veces lo ha hecho su tío, el pitido en sus oídos se hace más intenso. No puede oír los ahogados intentos de arrancar del tractor, ni el final zumbido que le indica que la vieja máquina está en marcha. Sin embargo, nota como el potente motor sacude la estructura de la bestia roja, y manipula los mandos con casi la misma habilidad de su tío, una habilidad adquirida tras verle repetir tantas veces el mismo ritual: lo podría hacer con los ojos cerrados.

Mientras endereza el tractor para sacarlo del garaje, Eva no quiere mirar hacia atrás. Respira hondo, y descubre que por encima el olor del aceite, la tierra y el gasóleo, impera ahora el olor del humo, mezclado con otro olor que nunca antes había olido. Un olor llegado del cielo, acompañado de un extraño silbido.

El último sonido del mundo que Eva escuchará.

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