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Hubo un tiempo en el que vivíamos alimentados por todos aquellos fuegos, dejándonos consumir por las bellas criaturas que domaban las llamas, seres inalcanzables que jugaban a quebrar nuestros cuerpos de papel. Las noches eran largas, los días insignificantes, pero no era el tiempo lo que importaba entonces. El tiempo sólo significaba horas que no se podían desperdiciar y momentos que los que acordarse para siempre. A golpes de pala trabajábamos día y noche, imparables, las llamas secando el sudor de tantos de nosotros.

Cuando pienso en lo que hacía antes del Segon Origen me cuesta incluso creerlo; parece tan sólo un recuerdo conservado por otra persona. Cavar era muy distinto a dar misa. Mi cuerpo enclenque, desentrenado tras años de un trabajo tan sedentario, no parecía estar preparada para cavar durante horas: nadie parecía estar preparado para algo así, pero todos lo estuvimos.

Trabajábamos en silencio, nadie hablaba; era un gasto inútil de energía cuando aun quedaba tanto por hacer. Una sonrisa o un gesto bastaban. Éramos millones, situados uno tras otro en una fila que se prolongaba hasta mucho más lejos de donde nos alcanzaba la vista. Y todos cavábamos día y noche, sin descanso.

Y aquellos seres, dolorosamente bellos, danzaban junto a las llamas para mantenerlas encendidas. Y nos sonreían, con rostros tan hermosos que encendían nuestras almas con cada gesto. Y el fuego, valiente, nunca había ardido con tanta intensidad. Fueron cinco días en los que nuestra tierra no existió, en las que nuestros antiguos calendarios dejaron de tener sentido alguno. Una nueva era abría sus puertas; Francesc la llamó TT1.

También él fue el que nos dijo lo que en el fondo todos ya sabíamos pero no nos atrevíamos a imaginar: las cosas iban a cambiar. Habían empezado a cambiar aquel último nueve de noviembre del antiguo y ya olvidado calendario, y nos sorprendió que el cambio llegara de aquella forma: el fuego. Recuerdo que aquel día, mientras recogía los últimos objetos utilizados en la que sería mi última misa, sentí algo que nunca antes había sentido. Todas y cada una de las personas con las que he hablado de ese momento experimentaron la misma sensación. En otros lugares, en medio de otras situaciones, pero siempre la misma inconfundible sensación.

Nos sentimos libres.

Recuerdo también como al caminar hacia el enorme pórtico del monasterio, las llamas ya se asomaban por las grandes ventanas. Lo devoraban todo.

Entonces respiré hondo y di los últimos y pesados pasos hacia el final.

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