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Amb serra d’or els angelets serraren
eixos turons per fer-vos un palau (…)

Jacint Verdaguer, 1880

Francesc despierta de nuevo en la penumbra de aquel cuarto, su cuerpo aún entumecido por el dolor. Siente crujir sus huesos al incorporarse, y de pronto la sensación le resulta familiar. No sabe si es ese crujido sordo, o la sensación que tiene al notar como cada hueso encaja en su sitio, pero mientras termina de levantarse y comienza a caminar por la habitación, sabe que hay algo extrañamente conocido en todas esas sensaciones.

Descubre que ha llegado a uno de los extremos de la habitación cuando sus manos, extendidas frente a él, golpean la fría superficie de la pared. Palpando en la oscuridad, sus dedos adivinan un cambio en la pared que debe ser una puerta de madera. Francesc se toma su tiempo y apoya su rostro en ella, sintiendo la textura del roble en su piel. Aún le parece distinguir el olor del barniz, tan diferente del resto de olores estancos en la habitación.

Al empujar la gran puerta la luz le ciega durante unos instantes, y una dulce brisa acaricia primero su rostro, y se enrosca por sus extremidades desnudas, haciéndole sentir un agradable escalofrío. Un escalofrío que le recuerda de nuevo que está vivo. De pronto siente la urgencia de salir al exterior, y comienza a caminar cada vez más rápido, a medida que su vista se adapta al brillo del día. Sus piernas entumecidas vuelven a funcionar de nuevo, y puede sentir su fuerza al subir los escalones que le conducen a una gran plaza circular.

Ahora sabe donde está, aunque nunca antes ha visitado el lugar. Los recuerdos vienen a su mente, en blanco y negro, y  al mismo tiempo descubre por qué el crujir de sus huesos le resultaba tan familiar. Recuerda que ese ruido es el mismo ruido que hacían las piezas de un puzle recién comprado al encajar. Un puzle que le regalaron por su cumpleaños cuando no era más que un crío. Sonríe al recordar el olor del cartón, la textura y forma de cada pieza, y sobretodo, la ilustración en la caja de cartón, con la inscripción “Monasteri de Montserrat” en letras negras. Al mirar a su alrededor, se da cuenta de que reconoce cada centímetro de la fachada del imponente edificio frente al que se encuentra.

Hace años jugó una y otra vez a reconstruir pieza a pieza esa fachada, memorizando fragmentos en blanco y negro que ahora redescubre teñidos de tonos dorados. De niño siempre había soñado con visitar ese lugar.  Ahora, sintiéndose infinitamente pequeño frente a la increíble estructura de piedra, flotando de una forma mágica entre rocas y nubes, no puede evitar preguntarse si todavía está soñando.

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