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Al oír el ya familiar silbido del misil, Francesc ni siquiera tiene tiempo de pensar. La explosión lo arranca de su silla y lo sacude como un muñeco, entre paredes que se desmoronan y muebles que se deshacen como papel en una hoguera. Unos segundos más tarde, descubre la verdad sobre ese último instante que precede a la muerte; casi sonríe al ver lo equivocados que estaban todos al decir que tu vida entera pasa por delante de tus ojos . La realidad es que no hay tiempo para nada de eso; la muerte es mucho más rápida, más práctica, más simple.

Mientras vuela por los aires entre infinitos fragmentos de lo que segundos antes había sido su hogar, Francesc comprende de pronto que todo ha terminado. Hay un ínfimo instante en el que lo invade la confusión, en el que incluso siente miedo, pero no es nada más que un instante. Nada puede sentir un cuerpo que ya no le pertenece, un cuerpo que cae en la calzada de la calle Banyoles como una cometa agujereada.

Ahora puede observar la acción una y otra vez, con ojos que su nuevo ser se inventa, reproduciendo cada instante con una mente que ya no posee. Incluso intenta simular la tristeza que se siente al ver una vida acabarse tan pronto, pero ya no puede. Otros sentirán esa tristeza por él. Su madre, su padre, sus compañeros de clase, su tía Gabriela… Pero no su hermano Daniel. Él es tan sólo un niño de cuatro años que pronto olvidará que tuvo un hermano mayor. Le extrañará su ausencia al principio, quizá le echara de menos un tiempo, pero acabará creciendo sin recordarlo, y de pronto eso le duele. La última sensación que puede extraerle al cuerpo que yace marchito es una tremenda punzada de dolor. Un dolor intenso, profundo, infinito, latente. Un latido por cada segundo, cada minuto, y cada hora que alguien le acaba de robar. Querría llorar, gritar, maldecir con rabia a ese alguien que ni siquiera conoce.

Los primeros curiosos se acercan a la escena. Una señora se detiene un segundo a mirarlo; llora impotente. Un joven trepa sobre los escombros, gritando en búsqueda de posibles supervivientes entre las ruinas. Un abuelo que vive a solo dos bloques maldice en catalán; maldice al caudillo, al ejército nacional, a la aviación italiana.

Lloran, gritan, maldicen.

Pero Francesc Bastida ya no puede hacer nada…

 

 

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