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Su voz se quiebra al hablar. Sale de su boca en un fino hilillo, casi inaudible, y muchos de los asistentes al juicio inclinan sus cabezas a un lado y arrugan las frentes, iniciando el tantas veces repetido acto de simular atención. Es curioso como el inconsciente nos impulsa a estúpidos gestos como éste, haciéndonos creer que la posición de nuestras cabezas, o el número de arrugas en nuestro ceño, puede alterar mínimamente nuestra capacidad auditiva.

A veces olvidamos que lo más importante es querer escuchar lo que alguien quiere decirnos…

Por suerte, existen algunas preciosas ocasiones en las que la naturaleza del mensaje es tan clara, tan simple, tan justa, que su calidad sonora carece de importancia; el poder de las palabras pronunciadas, que no entiende de volúmenes, tonos, ni texturas, atraviesa todas esas barreras en la comunicación y se convierte en un modo oculto de poesía, una dulce e incuestionable canción de cuna para adultos.

Y esta tarde es sin duda una de esas ocasiones. La voz de un hombre de casi noventa años, sentado en el banquillo, comienza a pronunciar palabras que nadie en la audiencia quiere oír:

Nunca sabremos como habrían ido las cosas si la situación hubiera sido distinta, pero ahora ya es demasiado tarde para eso. Se nos echa la culpa de mucho de lo que pasó en aquellos días… De hecho, se nos echa la culpa de todo lo que pasó. Incluso hemos tenido que aguantar como algunos interpretaron nuestras acciones como un atentado a la estabilidad Europea, simplemente por la proximidad en el tiempo al conflicto en Crimea. Nos culpan de ser uno de los detonantes de la tercera guerra mundial… Algo que todavía hoy me parece increíble. 

El anciano hace una pequeña pausa para beber, el temblor de sus manos hace derramarse un poco de agua sobre el roble de la estrada.

Y luego está el tema del incendio. He escuchado que algunos políticos lo consideran un acto de brujería, algo que solo el demonio pudo haber provocado. En el siglo veintiuno, acogiéndose a la brujería. Durante años hemos demostrado que no hubo ninguna víctima mortal aquel nueve de noviembre. Hemos presentado pruebas, censos, documentación legal, firmas de ciudadanos que la prensa consideraba desaparecidos, e incluso declaraciones ante notario de supervivientes. Quieren que paguemos por todos los recursos empleados en las tareas de rescate, cuando esos recursos nunca llegaron a alcanzar nuestra tierra. Nos acusan de haber provocado lo que ellos llaman una catástrofe, cuando para nosotros fue un momento crucial para nuestra historia.

El anciano vuelve a hacer una pausa, pero esta vez no bebe agua, sólo mira a la audiencia durante un largo minuto de silencio. Algunos le devuelven miradas incómodas, otros bajan la vista.

No hubo incendio alguno, señores. No hubo fuego en ningún otro lugar que en sus retorcidas mentes. Lo único que hubo fue pasión por una idea, una ilusión incontrolable por alcanzar la libertad. Pero como en todo sistema totalitario que se preste, algunas ideas resultan demasiado peligrosas, incluso incendiarias.

¡Silencio! Grita el juez. El leve embrujo provocado por las primeras palabras del anciano parece haberse roto de pronto. ¡Llévense al acusado!

En a penas unos segundos, sin que se altere el silencio en la sala, dos agentes se acercan a la estrada y se llevan esposado a Francesc Bastida.

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