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Flores

–Oye… –titubeó unos segundos– La verdad es que no sé cómo formular la pregunta. ¿Tú…? –no le pareció especialmente educado o prudente preguntarle por qué estaba allí y tampoco supo cómo continuar conforme hacía un gesto impreciso englobando su entorno con la mano.

–¿Por qué estoy aquí? –adivinó el Príncipe, con un conato de sonrisa iluminándole el rostro.

–Sí.

–¿Una pregunta tan trascendental no me la tendría que hacer yo a mí mismo?

–¿Qué?

–Disculpa ­–la sonrisa se amplió mientras hervía pasta e intentaba cortar hebras de queso con un cuchillo excesivamente afilado– Es una historia un poco larga, al fin y al cabo es la historia de toda una vida.

–Te escucho.

–Hmmm… De acuerdo. Bien –se aclaró la garganta tras beber un trago de agua y revolvió de forma distraída la pasta dentro de la olla antes de que Víctor le indicase que, también en este caso, se le pegaría la comida de no moverla, al fuego–. Como toda buena historia, esta empieza con un nacimiento. No fue un nacimiento especial. No hubo augurios ni grandes fiestas, tampoco peregrinaciones de gentes que fuesen a felicitar a los padres o regalos de dudoso uso u origen. Sucedió durante el día y se resolvió con facilidad.

 

En el cielo brillaba el sol despejado y dentro de la casa la parturienta lanzaba gruñidos de impaciencia. Como asistenta de la matrona había estado presente en numerosos partos desde que había comenzado su servicio, siendo ella apenas una adolescente, y sabía con bastante precisión qué y cómo tenía que pasar. La mayoría de los nacimientos habían sido rápidos, sin complicaciones; solamente en una ocasión había sobrevenido la tragedia. A raíz de tal éxito, se oía murmurar acerca de la influencia de la magia en aquellas manos trabajadoras e implacables que la matrona blandía con seguridad. La mujer, mirándose el abultado vientre, no se creía nada de aquello.

Una vez tuvo al bebé entre los brazos, olvidó de inmediato cualquier molestia, cualquier dolor, cualquier sensación que no fuese un amor creciente y cálido que le brotaba del pecho, mezclado con un cansancio que galopaba con celeridad, atrapándola entre las garras del sueño de forma irremediable. Su marido, una vez que sus familiares se hubieron retirado, colocó al recién nacido en su cesta, que dejó en la cama entre él y su esposa, y se dejó alcanzar por el sueño sin oponer un ápice de resistencia.

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