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Flores

Cuando abrió los ojos lo vio, inclinado levemente sobre él con una mano helada apoyada sobre su pecho como si sólo así pudiese cerciorarse de que respiraba, y se estremeció. Al percibir el movimiento, el hombre dirigió perezosamente la mirada hasta su rostro. Víctor reconoció los ojos, aquellos pedacitos de cielo que habían bailado ante sí en la delirante ensoñación que lo había arrebatado de los brazos de una muerte inminente.

–¿Estás bien? –la voz era la misma que habían transportado el viento y la nieve, cuyo sonido parecía despedazarse, envolviéndolo con una caricia dulce y fría.

–Sí… –Víctor, soñoliento y estupefacto, no supo responder otra cosa– Tengo frío.

El muchacho asintió con la cabeza, se levantó y salió de la estancia sin mediar palabra, lo cual contribuyó a aumentar la confusión de Víctor. Debió aprovechar aquel momento para averiguar dónde se encontraba, pero se limitó a mirarlo marcharse sin poder desviar la vista. Observó con detenimiento cada movimiento, en el más absoluto de los silencios, que pudo intuir bajo lo que se adivinaba como generosas capas de ropa.

Pese a haber descansado se notaba agotado y lento, sin saber discernir con exactitud lo que era real y lo que solamente lo parecía, pero el frío que sentía no lo animaba a dormir más. Se incorporó en la cama en la que había estado acostado y esperó con la vista fija en el hueco de la puerta a la vuelta de su escueto interlocutor, que regresó con una pesada manta que le colocó sobre los hombros con un gesto casi maternal. Se movía con gracilidad, como si nada pudiera resultarle un esfuerzo, de forma casi etérea.

Las preguntas deberían haberse agolpado en su mente y emergido atropelladamente por su boca, pero Víctor se limitó a fijar la vista en aquel hombre de edad incierta del cual no podía apartar los ojos. Todo en él le pareció perfecto: la piel blanca e impoluta, la voz suave y algo desgarrada, los movimientos fluidos y precisos, la curva de la caída del cabello escarchado sobre una oreja perfilada con maestría, el azul limpio y profundo de sus ojos… Supuso que aquella fascinación era producto de la extenuación a la que se había visto abocado tras su travesía por el hielo y se debía sobre todo al puro y simple hecho de que le había salvado la vida.

Su estómago, muy oportunamente, encontró el silencio muy apropiado para rugir con insistencia y el joven, de nuevo, se levantó del borde de la cama y se alejó.

–Te traeré algo de comer.

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