Flores
Caminaba por el mundo a cámara lenta. Percibía un movimiento insólito a su alrededor que no recordaba haber percibido hasta ese momento. Cierto era que nunca se había detenido a analizar su entorno, se había movido hasta el momento dentro de la percepción personal de su yo en relación con el entorno, como si en realidad hubiese vivido en una burbuja semipermeable a través de la cual filtraba y racionalizaba el mundo exterior, adaptándolo a sí mismo. Un atisbo de aroma a flores lo apartó de su ensimismamiento y siguió el imperceptible rastro conforme la mujer que lo llevaba de perfume lo adelantaba por la acera, con prisa. La siguió apenas un par de pasos más hasta que se desvió de su camino.
No le resultaba realmente extraño o ajeno, y tampoco había permanecido tanto tiempo en el Reino de Hielo como para haber perdido su punto de referencia social, pero durante su estancia sí había cambiado algo. Había cambiado todo, pero en él. Se sentía diferente y al mismo tiempo se sabía la misma persona, sus valores, sus pensamientos, su lenguaje y sus expresiones corporales, todo lo que conformaba su yo básico y esencial permanecían; pero su relación con todo aquello, todos sus sentidos, que traducían su entorno y sus percepciones, se alimentaban de una fuente de energía diferente.
Pasó de largo por delante de un banco cuyas puertas, que siempre le habían parecido estar torcidas, ahora se le antojaban perezosas, descansando la una sobre la otra como si permanecer allí, de pie, como última línea de defensa ante las inclemencias del tiempo, día tras día, las hubiera ido agotando hasta querer descolgarse y descansar el sueño de los satisfechos con un buen trabajo realizado. No era un pensamiento nuevo, sólo rechazado.
Caminaba por el mundo a cámara lenta porque nunca se había parado a pensar que el mundo pudiera ofrecerle nada por lo que mereciera la pena esperar. Le pareció obvio, excesivamente conveniente e increíblemente estúpido llegar a tales conclusiones acerca de sí mismo precisamente en su rutinaria caminata matinal de las vacaciones, en las que, acostumbrado a madrugar durante la mayor parte de los meses del año, se levantaba apenas amanecía y se acercaba a la panadería propiedad de los padres de Ana para adquirir el desayuno para su madre y su hermana.
Vaciló ante la puerta de hierro forjado del establecimiento sabiendo que ella estaría en el mostrador, como cada mañana de verano desde hacía algunos años, regalándole sonrisas furtivas a espaldas de los clientes. Pero ahora no sabía cómo lo recibiría; desconocía si, de alguna forma, viéndolo, ella podría percibir que todo era diferente.